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Las nubes van cargadas de recuerdos

Por: Revista central 23 marzo 2017 • 3 minutos de lectura

Rigel, el adolescente protagonista de la novela Supergigante, enfrenta dos eventos que cambiarán su vida: la muerte de su abuelo y su primer beso. ¿Cómo combinar la tristeza y la adrenalina del amor, sin sentirnos culpables? ¿A qué aferrarse?

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Las ilustraciones de Supergigante son de Bernardo P. Carvalho.

Por Nat Rivera

“Corro y no avanzo.
Es como si estuviera dentro de un sueño: huyendo de un perro que ladra y saca los dientes, con la baba escurriéndole del hocico porque tiene rabia o sed o tal vez hambre, y no es precisamente un perro, sino un perro monstruoso. Corro y el monstruo se acerca cada vez más, cuatro patas pisándome los talones, un hocico resoplándome en la espalda y quiero correr y no puedo, digo: ‘¡Corre!’, pero mis piernas no corren, y de pronto me despierto y no pasa nada, estoy en mi cuarto”.

Así comienza Supergigante, una novela juvenil escrita por Ana Pessoa y editada por Ediciones El naranjo e ilustrada por Bernardo Carvalho. En la historia, Édgar, o Rigel, como apodan en la escuela al protagonista, corre a toda prisa por las páginas del libro, luego de enterarse que su abuelo murió en tanto él jugaba en la playa con sus amigos: “Mi abuelo se zambullía en la muerte mientras yo me zambullía en el agua […] Pensé: Piensa en otra cosa, pero no lo logré”. Y es que, como apunta Philiph K. Dick, “La realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece”. Y Rigel se enfrenta a sus 16 años al peor día de su vida.

En esta carrera, Rigel huye desesperado, a ratos entre lugares físicos, a ratos entre espacios mentales, colecciones de palabras, sensaciones, recuerdos, olores, deseos, pensamientos pero, sobre todo, la cabeza de Rigel gira en torno a Joana, la chica que, en pleno llanto por la muerte de su abuelo, le dio su primer beso: “Nadie nunca me ha gustado tanto como Joana y en este momento me parece que, antes de conocer a Joana, nada de esto existía. No existían estas casas, ni estas tiendas, ni esta gente que pasa a mi lado, ni el edificio donde vivo, ni el níspero que hay frente a mi edificio, ni mi cuarto, ni mi hermana, ni mis papás, ni mis brazos, ni mis piernas, que no dejan de avanzar, no dejan de correr”; no obstante, la muerte de su abuelo fue el lugar de partida y es una tierra a la que Rigel vuelve constantemente al descubrir, poco a poco, la pequeña colección de ausencias que nos deja la muerte: “Mi abuelo hacía rimas con mi nombre: Édgar, ¡vete a volar!, Édgar, ¡te vas a amolar! Édgar, ¡ponte a estudiar! A mí no me hacían mucha gracia las rimas de mi abuelo, pero ahora sí me hacen gracia, porque el abuelo se murió y ya nadie va a hacer rimas con mi nombre, y eso es triste”.

Rigel busca un camino, una salida de emergencia que lo saque de esta obra donde el abuelo ha muerto. Y aquí entra una de las preguntas más hermosas de la novela: ¿cómo sabemos cuándo somos el circo o el público en nuestra vida? ¿Cuándo nos echamos la obra a hombros y son nuestras acciones las que definen la siguiente escena y cuándo nos corresponde interpretar al público, contemplar cómo transcurre la vida en la inmóvil impotencia de nuestro asiento porque es otro en el que recae la carga dramática de la escena?: “Mi abuelo estaba inmóvil, era realmente el final de una persona y estaba muerto, perfectamente muerto, ya no era precisamente mi abuelo, sino una persona parecida a mi abuelo, como un muñeco o algo así […] Estoy frente al ataúd, viendo a esta persona que no es precisamente mi abuelo, sino mi abuelo falso”.

Tras horas de vivir en el limbo, en ese mundo a caballo entre la realidad y el deseo, entre lo que es y lo que a uno le gustaría que fuera, Rigel tiene una revelación: los muertos se vuelven nubes, no las puedes tocar pero siempre están ahí y van cargadas de recuerdos. Rigel entiende por qué corre “Hace rato creía que estaba huyendo, pero ahora creo que no. Corro porque soy una explosión continua”, ¿y hacia dónde se dirige la fuerza desmedida de esa explosión? A Joana, porque a veces es mejor “vivir con mimos”, porque “Hay cosas que echan a perder. El dolor por dentro echa a perder”, porque vale la pena tener planes y porque el primer beso es lindo pero el segundo sabe más rico: ¿se volverán a besar Joana y Rigel?

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