Por Fernanda Castillo
En todas las carreras de la universidad en la que estudié, había un tronco común, el cual tenía tres cursos llamados Ideas y Pensamientos.
Estas clases consistían en resumir, de la mejor manera posible, las ideas más relevantes para la civilización. Comenzábamos con Platón, y pasábamos por Sócrates, Séneca, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, para llegar a Immanuel Kant, Martin Heidegger y, mi favorito, Ludwig Wittgenstein.
Estos cursos eran verdaderamente apasionantes y despertaban las discusiones más acaloradas. Y aunque el día de hoy tenemos a algunos pensadores importantes, como Noam Chomsky (si no conocen su trabajo, léanlo, pues es realmente interesante,especialmente en sus análisis políticos), muchos consideran que la filosofía está pasando por un declive.
¿Pero qué tiene que ver la filosofía con el bienestar personal (que es precisamente sobre lo que se escribe en esta columna)? Primero que nada, se trata de la conciencia de la humanidad y, por lo tanto, nos permite conocer verdades sobre nosotros mismos.En segunda instancia, los teóricos, a través de sus trabajos, dictan pautas morales.
Pensemos, por ejemplo, en el estoicismo de Séneca o en el utilitarismo de John Stuart Mill. Los escritos de los filósofos de la Edad Media e, inclusive, aquellos del siglo XIX alcanzaban el millar de páginas y constaban de una complejidad tal que todavía son estudiados por alumnos universitarios. Me cuesta trabajo imaginar que aún un estudiante esté leyendo los trabajos completos de Kant, pero eso no es necesariamente malo.
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