Fabrice Aragno trabajó junto a Jean-Luc Godard durante dos décadas. Lo acompañó en su última etapa creativa, esa donde el cine dejó de ser industria y se volvió alfabeto, papel, escáner, voz, pensamiento. Pero al hablar con él, no hay nostalgia. No hay monumento. Solo la voz de alguien que aprendió a mirar el mundo de otra forma y a no agachar nunca la cabeza.
“Yo nunca pensé que estaba en la última etapa de Godard”, dice casi al inicio de nuestra charla, como quien espanta una idea impuesta. “Yo vivía ese trabajo en el presente, sin pensar en sistemas ni futuros”. Y en ese presente, donde nada tenía estructura escolar ni guión obligado, se construyó una relación que fue más juego que metodología, más infancia que academia.
Antes de llegar al cine, Fabrice venía del teatro de marionetas. “Un mundo de libertad total”, dice, “donde vi formas de sensibilidad que nunca había imaginado”. En cambio, en la escuela de cine le pedían escribir historias simples. “Pero yo no quería cosas simples. Yo quería hacer cosas increíbles”.

Fue entonces, sin buscarlo, cuando apareció Godard. “Tenía miedo antes de conocerlo”, confiesa. “Todos me decían que para entender una película suya, había que leerlo todo, saberlo todo. Y yo no sabía nada”. Lo conoció un domingo, en su estudio. “Me recibió un hombre amable, pequeño, que dijo ‘Bonjour’. En ese momento ya no era Godard. Era solo Jean-Luc”.
A partir de entonces, hicieron películas con la libertad de quien ve formas en las nubes.
Los niños ven cosas que nosotros dejamos de ver. Jean-Luc también. Veía el mundo como es, sin filtros. Por eso entendía antes que los demás lo que estaba por venir.
Las películas de esa última etapa –Film Socialisme, Adieu au langage, Le Livre d’image– no fueron epílogos sino explosiones. “El digital nos dio una libertad enorme. Éramos solo dos: Jean-Paul Bataglia y yo. Sin equipo de diez personas. Con cartas, escáneres, sonidos. Sin rodaje, incluso”. Era cine sin cámara, o cine con la cámara puesta en otra parte.
¿Y cómo definir esa etapa final? Fabrice esquiva los grandes nombres. “Jean-Luc estaba siempre en libertad, lo que cambió fue la forma. Pero su libertad no se acabó. Él se fue, sí. Estaba cansado. Pero su manera de hacer cine sigue. Podemos seguir”.
Lo que no quiere, aclara, es que se lo copie. “Me molesta cuando veo películas que intentan imitar su forma. Usan textos sobre imágenes, como si eso fuera el secreto. No. Lo que hay que imitar es su libertad, no su estilo”. Y entonces recuerda algo hermoso. “Una vez me mandó un correo con una pintura de Courbet, un autorretrato. Y escribió: Ne courbe pas la tête. No agaches la cabeza. Era un juego de palabras con el nombre del pintor. Pero también era un consejo”.

La imagen, para él, sigue siendo materia de sueños. “Cuando pienso en el tiempo, lo veo como un paisaje. Y el cine tiene esa pantalla enorme, doce metros por seis. No puede usarse solo para mostrar una cabeza que habla. Tiene que expresar algo más”.
Ahora trabaja en su primer largometraje. Sin palabras, dice. Solo imagen y sonido. Y a veces solo sonido. “Pantalla en negro también puede ser una forma de ver”.
Antes de despedirnos, le pregunto por la última película que lo emocionó. Piensa, duda. Menciona a Antonioni, a Visconti. “Veo películas hoy y siento que hemos perdido mucho. Al menos aquí, en Europa. Pero en Asia todavía hay lugares donde el cine puede ser otra cosa.”
Nos despedimos con gratitud. Le deseo suerte con su medalla. Y él sonríe, como quien todavía ve nubes con forma de otra cosa.
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