Cultura

Arthur Rimbaud, el eterno errante

Por: Carlos Betancourt Núñez 11 noviembre 2020 • 6 minutos de lectura

En su aniversario luctuoso, recordamos a este escritor precoz, seductor insolente y personaje intratable, quien sacudió el mundo de las letras antes de cumplir veintiún años con dos grandes libros de poesía que representan una de las cumbres literarias más importantes de todos los tiempos.

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ARTHUR RIMBAUD

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Existen artistas que tardan años, si no es que toda una vida, en legar una obra maestra que trascienda al tiempo e impacte en generaciones enteras. A grandes rasgos podemos mencionar el Quijote de Cervantes, que esperó una década para terminarlo, mientras que Miguel Ángel demoró cuatro años en pintar los frescos de la Capilla Sixtina y, si hablamos del genial Gaudí y la Sagrada Familia, bueno, digamos que lleva más de un siglo sin que pueda saberse con certeza cuándo será colocada la última piedra de esta catedral única.

Dicho lo anterior, no cabe duda que el tiempo sirve para madurar una idea, darle forma y consumarla adecuadamente, pero ello no significa que con los días una expresión artística en ciernes adquiera calidad, pues hay también creadores que a diferencia de los primeros ponen manos a la obra y, sin dudar de su talento, no pierden segundo alguno en minucias para corregir, enmendar, agregar o suprimir detalles estéticos, de técnica o estilo, sino que llevan a cabo su cometido hasta verlo cristalizado tal y como se los dictó desde el primer momento su inspiración, y es aquí que vale la pena hablar de Arthur Rimbaud.

Ser humano precoz en todos los aspectos de su vida, el poeta francés que —como dice uno de sus versos más famosos— sentó a la Belleza en sus rodillas y la encontró amarga y la injurió, descubrió su vocación desde que era prácticamente un niño para escribir sus mejores versos durante la adolescencia y abandonar la poesía en los albores de la adultez a sus veintiún años.

Asegurar que Una temporada en el infierno (1873) e Iluminaciones (1886) siguen siendo un punto y aparte en la literatura no es exagerar en modo alguno, pues su innovadora estructura, la temática que plantean y la original poética que sostienen, asombran año con año a quien se acerca a ellos por primera vez. Tal vez sea por el brío de juventud con que estas líneas fueron escritas, o quizá por el aura oscura que rodea la vida del autor, e incluso su fatal desenlace a los 37 años, lo cierto es que pocos escritores, y muchos menos poetas, han sido tan aclamados y leídos como él.

El escape del nido

Aspirante frustrado a sibarita, pero consumado hedonista desde corta edad, Rimbaud siempre renegó del pueblo que lo vio nacer y muy pronto escapó del asfixiante seno materno para huir a París. Con la posibilidad de ser un genio del mal o un genio del bien, según palabras del director del colegio donde estudiaba, al parecer todas sus decisiones inclinaron la balanza hacia la primera opción, pues no bien situó un pie fuera de Charleville, pronto puso en apuro e incomodidades a quien se cruzaba en su camino, desde su antiguo profesor y amigo de retórica quien le prestaba libros en sus años escolares, y que tuvo que acudir a su rescate para sacarlo de prisión por viajar en tren sin pagar boleto, hasta importantes miembros de la élite artística parisina como el fotógrafo Étienne Carjat, a quien debemos el más famoso de sus retratos, personaje que fue atacado y herido en una velada por el insolente muchacho con nada menos que una espada disimulada en el bastón de Paul Verlaine, su célebre amante. El resultado: Carjat destruyó la mayoría de las fotos realizadas a Rimbaud dejándonos únicamente ocho de ellas, mientras que su amigo y protector tuvo que “castigar al desvergonzado mozuelo” enviándolo de regreso a su odiado pueblo natal para evitarle cualquier tipo de represalia.

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Asegurar que Una temporada en el infierno e Iluminaciones siguen siendo un punto y aparte en la literatura, no es exagerar.

Cabe decir que poco antes de este escabroso suceso, el violento Verlaine buscaba sosiego refugiándose en una rutinaria y nada plácida vida matrimonial, misma que vio fin no bien recibió la carta de un remitente desconocido de Charleville: además de la solicitud de conocerlo en persona, la misiva venía acompañada por algunos poemas que deslumbraron al escritor que intentaba convertirse por todos los medios en un hombre de familia cabal y respetado. La respuesta por parte de Paul fue un boleto de tren y una invitación a Rimbaud para alojarse en su hogar. Cierto o no, la superstición dice que un vampiro solo puede entrar a una casa a menos que sea invitado por el dueño y, guardando los paralelismos, el adolescente pronto chupó la energía vital de sus anfitriones al grado que harto de los suegros de Verlaine, de su esposa Mathilde, de su hija y en definitiva de la obligada hospitalidad de todos, convenció a éste de abandonar a los suyos y fugarse con él a Londres para vivir su relación lejos de las miradas suspicaces que París entero parecía dedicarles.

Convencido de que “un poeta debe hacerse vidente por medio de un inmenso desarreglo de todos los sentidos” y por tanto debía ser “el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el sabio supremo”, las juergas nocturnas, las borracheras con absenta, las ensoñaciones con hachís, pero sobre todo las violentas peleas entre ellos, desembocaron en el fin de su idilio hacia 1873, en Bruselas, con el conocido episodio donde Verlaine atinó una bala en la muñeca —o quizá el brazo— del joven bardo. Es así que el esposo, padre de familia y poeta consumado debió pasar dos años en prisión, mientras que Rimbaud dejó de lado la vida literaria para buscar la riqueza mediante ocupaciones más mundanales: exportador de café, capataz, colono, explorador, expedicionario, traficante de armas —y seguramente también de esclavos— desde Indonesia en Oceanía, hasta Etiopía en África, donde quiso sentar cabeza al punto de considerar el matrimonio y tener hijos en caso de que alguna mujer llegara a interesarle, cosa que nunca ocurrió aunque al parecer vivió con al menos una nativa etiope.

Sin raíz ni rumbo

Eterno errante, se dice que viajó por gran parte de Europa y de África a pie, en gran parte debido a la precariedad que siempre lo acompañó, por lo que no es de extrañar que un día cualquiera se le inflamara la rodilla debido a un carcinoma que provocó la amputación de su pierna hacia 1891 y su posterior muerte el 10 de noviembre de ese mismo año. Aunque su prestigio como poeta había aumentado en París durante sus años de ausencia, lo cierto es que Arthur Rimbaud fue enterrado sin ningún tipo de ceremonia o acompañamiento fúnebre más allá del que le proveyó su hermana menor Isabelle, en ese detestable pueblo del que siempre quiso escapar.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, decir que la poesía de Rimbaud es parnasiana, simbolista, decadentista o demás clasificaciones es, si no erróneo, al menos sí es restarle su valor intrínseco, pues la escritura de este genio no puede encasillarse en una corriente o vanguardia alguna ya que él era su propio género. Tal vez fue por eso que Rimbaud solo se preocupó por la edición de Una temporada en el infierno el mismo año en que fue herido de bala (1873). En lo que se refiere a Iluminaciones, fue en el último encuentro que tuvo con Verlaine en 1875 que, sin motivo alguno, le confió a su examante los papeles que lo conforman y quien sería el responsable de irlos publicando esporádicamente en la revista La Vogue en años posteriores, hasta reunirlos en su forma definitiva en 1886.

Antes de finalizar resaltemos dos anécdotas curiosas de este genio precoz. La primera cuenta que siendo niño —más niño aún que cuando empezó a escribir— Rimbaud deseaba aprender a tocar el piano, pero su estricta madre se negó a que el pequeño tomara clase alguna y mucho menos a pagar la renta de tal instrumento, por lo que, con ayuda de un cuchillo, Arthur dibujó un teclado sobre la mesa del comedor y en él practicaba de manera imaginaria durante horas con aparentemente muy buenos resultados. La segunda es que estando en Etiopía, el otrora poeta se dedicó un tiempo a la fotografía con la ilusión de hacer fortuna en ese oficio: “Aquí todo el mundo quiere fotografiarse; incluso ofrecen una guinea por imagen”, le escribió entusiasmado a su madre y hermana, aunque tiempo después se lamentaba de haber vendido su cámara fotográfica debido a su constante necesidad. “Imaginaos cómo uno debe de estar después de hazañas así: travesías de mar y viajes a caballo, en barca, sin ropa, sin alimento, sin agua”, para afirmar en otra carta que “estoy condenado a errar. […] Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia”, líneas no muy alejadas de su triste final.

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