En el corazón de la Roma, donde las jacarandas tiñen el aire de violeta y los cafés laten al ritmo de la ciudad, se oculta un susurro japonés. Se llama Kotsu, y más que un restaurante, es una revelación: un speakeasy que transforma la cena en un acto de contemplación.
Aquí, el tiempo se vuelve maleable. Cruzar su umbral es como dejar atrás la prisa y entrar en un santuario donde el arroz respira y el pescado brilla con humildad y reverencia. Todo se mueve en silencio, con la precisión de un ritual antiguo.
Su nuevo concepto —un omakase de nigiris ilimitado— podría parecer una contradicción: abundancia y delicadeza rara vez conviven. Pero en Kotsu, la generosidad no rompe la armonía. Cada pieza llega como un haiku que se saborea: breve, exacta, perfecta.
Los chefs, en un lenguaje hecho de gestos, moldean emociones con las manos. Nigiris fríos como un arroyo en Hokkaido, tibios como un respiro en invierno, ardientes como una confesión. Cada bocado tiene su ritmo, su pulso, su alma. Algunos son murmullos, otros estallan como un recuerdo que regresa de pronto.
La pureza del pescado lo dice todo: no hay artificios. Sólo técnica, intención y respeto por la materia prima. Es posible cerrar los ojos y sentir el olor del mar, el vaivén del agua, el sonido del viento contra los pinos.
Y cuando uno se enamora –porque ocurre, inevitablemente–, puede pedir que la historia se repita. El toro que se funde como mantequilla, el unagi glaseado que sabe a hogar, el hamachi con yuzu que acaricia el alma como una flor. Cada repetición es una nueva lectura del mismo poema.
El sake fluye suave, las luces acarician la madera, y el ambiente se llena de un silencio luminoso. No hay ostentación, sólo belleza desnuda: el lujo que nace del detalle, del gesto correcto, del equilibrio entre el fuego y la calma.
En Kotsu, el placer se vuelve meditación. Comer es un acto de presencia, un viaje hacia dentro. Uno sale con la sensación de haber cruzado el océano sin moverse, de haber tocado, por un instante, la esencia del Japón más íntimo.
Porque cada nigiri aquí es más que un bocado: es un poema comestible, un instante que se derrite en la lengua y se queda en la memoria.
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