Imagina por un momento que no existiera la luz. No veríamos los colores, no habría sombras y hasta los cuadros más famosos del mundo serían invisibles. La luz es como la gran “pincelada invisible” que hace posible el arte.
Desde hace miles de años, los artistas se han fascinado con ella. En las cuevas prehistóricas, los primeros humanos pintaban cerca del fuego y las sombras de las antorchas hacían que los animales en las paredes pareciera que se movían. ¡Era casi como el primer cine!

En la Edad Media, la luz fue símbolo de lo divino, los vitrales de las catedrales transformaban simples rayos solares en arcoíris que iluminaban a todos. Más tarde, pintores como Caravaggio o Rembrandt jugaron con luces y sombras tan dramáticas que parecían escenas de película.
Pero no todo se quedó en los viejos maestros. En el siglo XXI, los impresionistas como Monet, se obsesionaron con pintar cómo cambia la luz en diferentes horas del día un amanecer, un mediodía brillante, o un atardecer dorado. Y hoy, artistas contemporáneos trabajan directamente con la luz; crean instalaciones con lámparas, leds y proyecciones digitales que nos hacen sentir en otro mundo.

Lo fascinante es que la luz no solo ilumina el arte, es parte del arte: sin ella no podríamos distinguir el rojo de un mural, el brillo de una escultura metálica o el resplandor de una pantalla.
La próxima vez que veas una obra, piensa ¿cómo juega la luz en ella? ¿Qué pasaría si la apagamos? Tal vez descubrirás que la verdadera magia no solo está en la pintura o la forma sino en el resplandor que la hace vivir.
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