Muchos quieren a los gatos por los motivos equivocados. O, por lo menos, por los más dudosos. Cuando uno atiende a las entrevistas de algún intelectual barbón y miope, es más probable que, al confesar su admiración por los felinos uno pueda leer más bien la mezquindad del entrevistado.
Suelen exaltar el carácter convenenciero, huraño y utilitarista: “Los gatos son los seres más libres”, dicen, cuando en realidad les atribuyen el egoísmo radical de a quien le importa una aceituna el otro, enaltecen su capacidad para adueñarse del entorno, acudir en busca de comida y retirarse cuando deja de convenirles. Ojalá que esos entrevistados traten mejor a sus amigos.
Sin embargo, pocos hablan de la generosidad del gato agreste que huele la tristeza, el estrés o la angustia de su cohabitante. El gato no se siente superior: exige su respeto, lo gana y lo ofrenda cuando el otro lo merece. A pesar de que podría estar bajo caricias más suaves, cazando gorriones bajo el sol, rasgando rollos de papel, tirando los objetos pequeños al borde de las mesas o contemplando el cielo y el canto de las aves, se acurruca y ronronea, nos empuja la barbilla como aliento, nos abraza sin rasguñar, dispone su tersura porque sabe que esa tonada de motor sintiente relaja más que los ansiolíticos.
Ante el algodón vibrante del gato, aunque sean torpes, las manos de un afligido sienten en el ronroneo la vibración del universo: un lomo tibio y tembloroso acompañó seguramente a todos los iluminados. Detrás de cada longevidad hubo una marcha de mininos que ofrendaron la paz de su papada a unos dedos acongojados.
Es cierto: no se desgajan en la zalamería a la que puede llegar un perro, pero en la convivencia van cediendo de sí, compartiendo e intuyendo al otro. Fijan sus límites, pueden salir a pasear y volver no por interés o supervivencia, sino por algo cercano a la gratitud, la costumbre, la historia en común con una manada y sus avatares. Algo como el amor. Ante la agresión, se retiran; ante el cariño, se entregan. Es probable que cada gato sea, de cierto modo, el reflejo del entorno que lo adopta.
Dejemos que los ermitaños sigan arrellanados en sus sillas deformes y que los gatólogos nos definan mejor las cualidades. Yo iré a mi sesión diaria que, tan generosamente, Gotita de Ámbar convidará para alivianar los días aciagos.
Dulces felinoterapias para ustedes.
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