¿Vas a ir a la comida de generación? ¿No sé, y si mejor organizamos una “petitte”? ¡Qué flojera ver a 150 personas que no hemos visto en 30 años! Es mucha gente que no me interesa volver a ver.
Esas fueron las conversaciones en mi grupo de amigos de la prepa, días antes de nuestra comida de generación. Y, siendo honestos, tenía sentido. En la vida real, uno elige con quién quedarse. Lo demás se va desdibujando, como fotos guardadas en cajas viejas.
Pero yo no solo fui a ver a mis amigos cercanos. Fui también a ver a los demás: a quienes no había visto desde que teníamos dieciocho años. Fui a reencontrarme con versiones antiguas –de ellos, pero también mías.

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Ver a tantas personas reunidas después de tres décadas fue como asomarse a una cosecha invisible. Hace treinta años sembramos nuestras primeras versiones: nuestras risas en el salón de clases, inseguridades disfrazadas de sarcasmo, roles en entrenamiento, fortalezas, debilidades y también nuestras afinidades en bruto. Ese día, pude ver qué fue de todo eso. Algunas semillas florecieron justo como se esperaba. Otras, se fueron o germinaron donde menos lo imaginábamos.
Y sucedió algo muy extraño: me encontré con una persona que en un primer momento no reconocí. Pero al saludarla y comenzar con la típica conversación –¿qué ha sido de tu vida?, ¿a qué te dedicas?–, empezaron a brotar en mi cabeza recuerdos muy cercanos y familiares.
Hay memorias que duermen tan hondo, que necesitan de una presencia viva para despertarse. Y eso me paso con esta persona, cuando vi su cara, pude sentir el movimiento de mis neuronas trabajando para construir el recuerdo, fue como si una pieza perdida del rompecabezas hubiera regresado sola a su lugar, y en ese momento, sin necesidad de presentaciones, continuó una plática que había comenzado hacía treinta años, sentados en el piso helado del pasillo afuera de nuestro salón, con las mochilas abiertas, recordando anécdotas, olores a lápiz y cuadernos, nombres y apodos de los maestros, las canciones que cantábamos, reconociendo a los adultos que somos ahora junto con el cariño y la pertenencia de lo que éramos.
Me di cuenta de que no todas las memorias hablan del pasado. Algunas no traen recuerdos, sino posibilidades. No despiertan nostalgia, sino curiosidad. Hay encuentros que no nos devuelven a quienes fuimos, sino que nos revelan algo de quienes somos hoy.
Pensé que ir a la comida sería una especie de viaje en el tiempo. Pero hubo momentos en que no sentí que estaba volviendo, sino llegando. Como si ciertos vínculos solo pudieran nacer después de tanto silencio, después de tanto crecer.
No todos los reencuentros miran hacia atrás. Algunos, simplemente, ocurren cuando es su momento.

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A veces, ver a alguien después de tanto tiempo no es como abrir un álbum viejo, sino como descubrir una página nueva. Una página que no supimos que estaba ahí, esperando a ser escrita desde otro lugar, con otras versiones nuestras, más conscientes, más disponibles, más despiertas.
Y en medio de todo eso, me vi a mí. En el reflejo de quienes recordaban cosas que yo ya había olvidado. En los abrazos que sabían a reconocimiento. En los silencios cómodos con quienes ahora no tengo nada en común. En la sorpresa de descubrir nuevas complicidades en rostros casi desconocidos.
Quizás por eso decidí empezar mi columna con esta historia. Porque, aunque no suelo hablar directamente de mí cuando escribo, pensé que era una buena forma de presentarme ante mis nuevos lectores, dando un contexto o una idea de quien soy, ya que en este reencuentro me vi con claridad. Supe qué parte de mí sigue siendo la misma de cuando tenía dieciocho años y al mismo tiempo una mujer adulta completamente diferente. Y confirmé algo que me sostiene: todavía me asombra la gente. Todavía me conmueve lo inesperado. Todavía elijo ir, cuando otros prefieren quedarse.
Treinta años después, no volví a ver el pasado. Fui a conocer el presente de quienes alguna vez compartieron mi historia. Y en ese reflejo colectivo, encontré un pedazo más de la mía.
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