En la punta norte de la Isla Norte de Nueva Zelanda, donde los acantilados se desmoronan lentamente hacia el océano y los bosques nativos susurran con el viento, se encuentra Rosewood Kauri Cliffs, un espacio mágico, un gesto de retiro, una pausa cuidadosamente construida entre el mar y la tierra.
El camino que conduce hasta aquí serpentea entre colinas verdes y silencios extendidos. Cuando uno llega, lo primero que impresiona no es la arquitectura elegante, ni siquiera el campo de golf al borde del abismo, sino el espacio. El aire. La sensación de estar lejos de todo, como si el tiempo tuviera otro ritmo.

El lodge se asienta en una finca de miles de hectáreas. Las construcciones –de estilo colonial ligero, con techos blancos y terrazas abiertas– no interfieren con el paisaje. Las habitaciones están desperdigadas como si se hubieran posado suavemente sobre el terreno. Cada una ofrece vistas distintas: al océano, a un barranco, a un claro del bosque.
La experiencia de Kauri Cliffs no gira en torno al lujo como espectáculo. Aquí, el lujo se esconde en cosas más sutiles: el silencio absoluto de la mañana, una caminata solitaria por un sendero de helechos, el olor de la madera húmeda tras la lluvia.

El spa –discreto, casi escondido entre árboles– propone tratamientos que utilizan ingredientes locales como la miel de manuka. Uno entra, recibe un té caliente y sale sin necesidad de palabras.
La cocina, sin excesos ni fuegos artificiales, sigue el pulso de la región. Pescado recién capturado, cordero local, vegetales de temporada, pan horneado en casa. Las comidas se toman en un restaurante que mira hacia el campo de golf y más allá, hacia las islas Cavalli, apenas insinuadas en el horizonte.
Cada menú es distinto. Un día puede comenzar con huevos de gallinas locales, pan de masa madre recién horneado, frutas de un huerto cercano. En la cena, tal vez llegue a la mesa un filete de cordero cocinado lentamente con ajo silvestre y puré de papa ahumada, o una ensalada de remolachas asadas con queso de cabra de la región. El pescado –snapper, tarakihi o kingfish– aparece a menudo, tratado con delicadeza y sin camuflajes.

Los vegetales son protagonistas silenciosos, muchas veces cultivados en la propiedad. Hay aceite de oliva producido en Hawke’s Bay, sal de la costa, mantequilla cremosa hecha a mano. Y vinos. Muchos vinos neozelandeses que no suelen encontrarse fuera del país, seleccionados con discreción, servidos sin ceremonia excesiva.
Aquí, incluso el golf –esa actividad tantas veces asociada al ruido del lujo– adquiere otra dimensión. Hay días en que uno juega solo, sin otros jugadores a la vista, mientras el viento sopla desde el mar y las gaviotas vigilan desde lo alto. Es un juego contra uno mismo, contra el viento, contra la distracción.

El campo de golf de Kauri Cliffs no necesita presentación para los entendidos. Diseñado por David Harman, es uno de los más reconocidos no solo en Nueva Zelanda, sino en todo el hemisferio sur. Clasificado constantemente entre los mejores del mundo, es un campo de campeonato de 18 hoyos que serpentea entre colinas, bosques y acantilados que se asoman al Pacífico.
Rosewood Kauri Cliffs es, en el fondo, un lugar donde el paisaje manda. Un sitio donde el ser humano ha sabido hacerse a un lado, sin desaparecer, sin imponerse. Un lugar que no busca impresionar, sino dejar que las cosas sucedan. Y a veces –en el mejor de los casos–, eso es justo lo que uno necesita.
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