Existen formas de violencia claramente visibles, como gritar, amenazar, insultar, violar, abusar sexualmente, agredir de forma física y asesinar. A pesar de lo atroz del listado, este tipo de violencias solo corresponden al 20% de las agresiones contra la mujer; el 80% resulta “invisible”, aunque conforma la base que despeja el pavoroso camino de las violencias visibles, ese porcentaje que se ve.
Lo anterior no es menor. Significa, así, a secas, que las violencias explícitas comúnmente están sostenidas en los micromachismos cotidianos que configuran el espectro de las violencias invisibles o implícitas; y esto –sin que sea un mantra inviolable– afirma que hay posibilidad de sortear las violencias visibles si prestamos atención a la manera en que las naturalizamos inconscientemente, aceptando las experiencias vinculadas a las violencias invisibles. Quizá, y solo quizá –porque esto no depende solamente de las mujeres y mucho menos de las mujeres que son víctimas de violencias–, así puede ser posible evadir esa violencia radical, mayor y extrema que es el feminicidio.
En México, la violencia feminicida cobra la vida de diez mujeres al día, y aunque a partir del año 2010, el feminicidio se tipificó como delito, esto no debe ser motivo de aplauso ni en nuestro país ni en el mundo, porque solo significa que a las mujeres nos matan, y este hecho ocurre por todas partes. Claramente se trata de un panorama inaceptable, ya que es un crimen de odio: el asesinato de una mujer por su condición de mujer, es decir, por haber nacido mujer e identificarse como tal.
Un trasfondo peligroso
Como se ha tratado de apuntar más arriba, el problema va más allá, pues estos actos criminales atroces contra las mujeres –que todos sabemos ocurren con un derroche de horror y violencia intolerables– indican la existencia de una estructura de vejación, humillación y discriminación que se articula alrededor del machismo y sus micromachismos como ideología y acción, respectivamente, del sistema heteropatriarcal, en el que, con sus ajustes históricos a cuestas, todos vivimos sumidos desde hace por lo menos tres mil años.
Cada agresión, desde un simple comentario soez o impertinente hasta el asesinato, resulta posible porque de alguna manera, se naturaliza la agresión. La naturalización ocurre en buena medida debido a que hemos crecido, hombres y mujeres, con la idea de que el mal llamado sexo débil es débil por naturaleza, lo que abre una brecha para pensar en una supuesta inferioridad de la mujer con respecto al hombre, que histórica y culturalmente se ha asentado en un sinfín de formas sutiles de violencia.
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Se trata de un sistema opresor, por más que el agresor, aparentemente, actúe solo. Por ello es importante la denuncia, tanto como las redes de apoyo. No estamos solas, no actuemos como si lo estuviéramos.
Basados en lo expuesto, es posible afirmar que dichas formas sutiles de violencia constituyen la base en la que se asientan las violencias más visibles, incluyendo el feminicidio. No obstante, esto no significa que una violencia sutil siempre termine en asesinato. La idea que aquí interesa recrear es más bien la posibilidad de que eso ocurra, pues al ser crímenes de odio, los feminicidos se basan en sentimientos, los cuales siempre están sujetos a creencias. No sería posible matar a una mujer por ser mujer si no se creyera que es un ser inferior.
En ocasiones puede resultar complicado distinguir entre una discusión normal y una violenta, entre un “juego” y un abuso sexual o una violación. Y es que nuestra cotidianidad está llena de violencia machista; incluso, a veces sentimos merecerla, debido al sinfín de manipulaciones que nos atraviesan a las mujeres, producto de una educación y una socialización poco clara y sana al respecto. Pero es necesario insistir en que nada de lo anterior es normal y en que por más mínima o “sin importancia” que lleguemos a considerar una agresión, puede llegar a convertirse en la última –y esto no debe olvidársenos nunca.
El camino a la solución
Como ya se comentó, muchas de las violencias más graves que percibimos tienen un trasfondo de pequeñas violencias; es decir, las agresiones más grandes llegan a nuestras vidas a través de perpetuar y normalizar agresiones pequeñas. No hay que perder de vista, además, que las violencias explícitas contra la mujer ocurren por lo general en el ámbito sociofamiliar: casi el 80% de los agresores en general y el 40% de los feminicidas forman parte del núcleo cercano de la víctima, y en su gran mayoría, son las propias parejas de las víctimas.
“Desnormalizar” lo anterior no es una tarea fácil, porque muchas veces las violencias están tan introyectadas en las vidas de las mujeres que es casi imposible reconocerlas o identificarlas como tal. En esto también juega un papel relevante el miedo, un mecanismo común del machismo asociado a la desinformación. Y aquí sí podemos incidir nosotras para vacunarnos contra ese virus silencioso e implacable que es el machismo, pues genera un estado de autoviolencia sistematizada. Debemos luchar contra eso. Ya tenemos bastante con ser violentadas por hombres cotidianamente; no nos dejemos violentar por nosotras mismas.
Identificar los micromachismos es fundamental como primer paso para no aceptarlos ni reproducirlos. Si sufrimos de alguna agresión, es necesario buscar ayuda. Se trata de todo un sistema opresor, por más que el agresor, aparentemente, actúe solo. Por ello es importante la denuncia, tanto como las redes de apoyo. No estamos solas, no actuemos como si lo estuviéramos. Si tienes la posibilidad de encarar tus propias acciones y pensamientos machistas, así como los de tu círculo cercano, hazlo. Por ti, por las que aún no pueden y, sobre todo, por las que ya no están.
Por más mínima o ‘sin importancia’ que lleguemos a considerar una agresión, puede llegar a convertirse en la última –y esto no debe olvidársenos nunca.