En toda familia hay un equilibrio invisible que nadie dicta ni planifica, pero que se va construyendo con los años de forma completamente orgánica. Cada miembro ocupa un lugar distinto, asume un papel que parece natural: uno da, otro sostiene, uno desaparece, otro acompaña, uno lidera, el otro sigue. No es un plan ni una estrategia, sino una coreografía silenciosa que se va armando con las historias, las heridas y las fortalezas de cada uno. Una estructura imperceptible que mantiene a la familia en pie, pero que puede volverse frágil en cuanto la vida exige más de lo habitual.
Cada quien da lo que puede. Algunos dan con facilidad: tienen tiempo, recursos o energía emocional para sostener, acompañar, proveer. Otros dan a pesar de las dificultades, haciendo un esfuerzo consciente que muchas veces pasa desapercibido. Hay quienes no saben cómo dar y lo descubren sobre la marcha, aprendiendo a estar para la familia de maneras inesperadas. Y hay quienes no pueden dar, o ni siquiera se dan cuenta de que no lo están haciendo: no por falta de amor, sino porque su capacidad de dar está limitada por la vida que les ha tocado cargar o por una conciencia diferente a la de los demás. También están los que se autoexigen y se sienten culpables porque creen que no dan lo suficiente.
El problema surge cuando comenzamos a medir. Cuando creemos tener derecho a juzgar al otro con nuestra propia regla y medimos la entrega según nuestra contabilidad, el vínculo se tensa. El amor –que es lo que debemos poner al frente– empieza a verse a través del filtro de lo que cada uno aporta.
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Ahí es donde aparece el juicio, el verdugo silencioso que corroe los vínculos familiares cuando olvidamos de poner el amor primero. El juicio familiar no se pronuncia en un juzgado, no hay leyes ni códigos, pero actúa con fuerza: observa, compara, exige y está pendiente de lo que el otro no hace. Y en esa mirada se esconde una verdad que pocos reconocemos: el juicio nace de nuestra propia carencia. Porque quien da desde un lugar pleno, no necesita comparar. Cuando el acto de dar nace de una convicción profunda, no hay exigencia ni reclamo: se da porque se quiere, no porque se espera. El juicio aparece cuando se activa una inseguridad: la de sentir que nuestra entrega no es suficiente; la de mirar al otro desde lo que nos falta y no desde lo que si tenemos.
Aquí es donde se distingue la familia de cualquier otro vínculo. En una sociedad, en una empresa, en una organización, la igualdad y la justicia son fundamentales: cada uno debe aportar lo mismo, cumplir con su parte, y el juicio ahí si tiene sentido. En la familia no. En la familia el amor debiera ir delante de todo, porque donde hay lazos de sangre, el juicio tendría que ceder su lugar a la empatía. No se trata de medición, sino de conexión.
Aceptar esto requiere conciencia: reconocer que el otro es distinto, que da distinto, que acciona distinto, y eso, no lo hace ni más bueno ni más malo; lo hace diferente.
No todos tienen las mismas posibilidades ni las mismas capacidades. Pero si aprendemos a mirar desde la comprensión y no desde la comparación, descubrimos que ese lazo invisible, que se nutre cuando cada quien da desde su verdad, es mucho más fuerte que cualquier suma de esfuerzos. Reconocerlo libera a la familia del juicio y permite que cada gesto, por pequeño que sea, tenga valor.
La familia no es un tribunal. Dar no es una obligación contable. La familia es vínculo, historia compartida, afecto que resiste y sostiene. Es un refugio donde nos aceptamos con o sin maletas, con fallas, aciertos y sin ninguna condena.
Cada miembro de la familia actúa desde su propia naturaleza, con sus límites, recursos y tiempos. Esa diversidad es lo que mantiene vivo el equilibrio; sin diferencias, todo sería rígido y peligroso. Incluso en la adversidad, cada gesto –grande o pequeño– cumple su función. Aceptar que cada uno da a su manera es reconocer que la vida familiar es un círculo que se sostiene gracias a la singularidad de todos.
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