El primer día del viaje parecía haber durado cinco. Nos levantamos de madrugada para tomar el avión y, desde entonces, no paramos: aeropuertos, traslados, calles, restaurantes, nuevos conocidos, museos, plazas, hasta un concierto al aire libre. Al llegar de noche al hotel, la mente estaba llena de escenas como si hubieran pasado en momentos distintos. Pensar que todo eso había ocurrido desde las seis de la mañana resultaba inverosímil: era como si hubiéramos vivido una semana entera en tan solo 20 horas.
El tiempo no se mide igual en la memoria que en el reloj. El calendario avanza con precisión matemática, pero nuestra percepción es caprichosa: se expande, se contrae, se detiene, se multiplica. Lo que recordamos no son los minutos exactos, sino la intensidad con que los vivimos.
Una jornada plena de vivencias es como una alfombra tejida con hilos de todos los colores: cada tramo aporta un matiz, una textura, un brillo distinto. Al final, ese día se siente largo, abundante, como un paisaje que recorrimos con los ojos abiertos. En contraste, un día monótono es apenas un trazo gris, tan uniforme que se desvanece sin dejar huella.

No todos los momentos contienen la misma densidad de vida. Algunos se hinchan como ríos en deshielo; otros se evaporan y dejan apenas un hilo tenue en el recuerdo. La paradoja es que, mientras los atravesamos, la rutina parece interminable: el tráfico, los correos, los minutos frente a la pantalla. El reloj se vuelve cruel, pesado, inmóvil. Pero al mirar atrás, esa misma jornada se ha encogido hasta desaparecer, como si nunca hubiera existido. En cambio, aquello que en el instante pareció fugaz –un viaje, un encuentro, una nueva experiencia– se transforma en un recuerdo profundo, capaz de permanecer intacto durante años.
Por eso sentimos que los años pasan cada vez más rápido: la repetición les roba densidad y los vuelve frágiles en nuestra mente. Todos percibimos que, mientras más crecemos, el tiempo se acelera; y tiene sentido: cuando somos niños, el cerebro es nuevo y todo es experiencia inédita. Cada sensación, cada descubrimiento, se graba con grosor en nuestra memoria. Al madurar, caemos en la rutina, dejamos de ensanchar los instantes y la vida se vuelve más uniforme.
El ritmo interno se mide en atención. Cuando observamos, escuchamos y sentimos con curiosidad, los instantes se expanden. Cada detalle cuenta, cada gesto adquiere sentido, cada momento se acomoda con su propia textura. Esas vivencias “engrosadas” son las que nutren nuestra mente y percepción: los recuerdos densos, ricos en matices, fortalecen las redes neuronales y nos permiten aprender y crecer. En cambio, cuando atravesamos los días en piloto automático, dejamos que se escurran sin dejar huella.
Y es que nuestra historia, no es la suma de todos los minutos vividos, sino únicamente de aquellos que decidieron quedarse. Los demás se desvanecen como humo, apenas un eco apagado en el ruido de la rutina.

El reloj seguirá marcando sesenta minutos en cada hora, pero dentro de nosotros el tiempo es un animal indómito: a veces corre, a veces se estira, a veces desaparece. Así, una semana intensa puede prolongarse hasta convertirse en un capítulo entero de nuestra historia, mientras que una semana monótona puede encogerse hasta no dejar nada.
Así que vale la pena abrir la puerta a nuevas aventuras; sorprenderse, perderse y dejar que cada instante se llene de color y textura. Aprender cosas nuevas y vivir experiencias diferentes a cualquier edad, añade capas a nuestra mente, engruesa los días y la historia que vivimos, cada hora puede transformarse en un recuerdo que permanece, un hilo luminoso en la tela de nuestra existencia, y al mirar atrás, descubrimos que hemos tejido algo más grande que los calendarios, más rico que los relojes, más valioso que cualquier medida: la sensación de haber estirado nuestras horas.
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