Cada noviembre, en Estados Unidos se celebra el Día de Acción de Gracias, una tradición que nació en 1621, cuando un grupo de peregrinos ingleses, recién llegados a América, logró sobrevivir a su primer año gracias a la ayuda de los pueblos wampanoag. Ese otoño quisieron agradecer e invitaron a compartir una mesa de cosecha, sencilla y simbólica: maíz, calabaza, pan recién hecho y aves silvestres. Los wampanoag llegaron con ciervos y frutos de la tierra, y durante tres días compartieron lo que tenían, agradeciendo la cosecha, la supervivencia y la posibilidad de seguir adelante. Con el tiempo, esa reunión se transformó en una fiesta nacional que hoy reúne a millones de familias de distintas religiones, culturas y creencias sin el objetivo de recibir cosas materiales; más bien propone una pausa antes del torbellino de diciembre, para mirar lo que pasó en el año, recapitular y agradecer.
La palabra también tiene su pequeña historia. "Gratitud" viene de gratus: lo que es grato, lo que se recibe con agrado, lo que alegra. Pero, más allá de la etimología, lo que siempre me ha fascinado es lo que late detrás del término: no es solo un sentimiento hacia adentro, sino un movimiento que sale vuelve y circula. Por eso, cuando escuché hace tiempo la historia de las Tres Gracias de la mitología griega, sentí que ahí estaba la clave de lo que la gratitud significa de verdad.
Los griegos imaginaban a tres hermanas danzando sin descanso: Áglae, el brillo; Eufrósine, la alegría; Talía, el florecimiento. No eran diosas de la acumulación ni contadoras de méritos, eran la forma de un intercambio luminoso: alguien da, alguien recibe y alguien devuelve. La danza es circular: el favor se ofrece, el corazón lo acoge, la vida lo transforma y lo regresa multiplicado. Esa es, para mí, la gramática más honda de la gratitud: un circuito donde nadie queda inmóvil, donde el gesto no se pudre en deuda ni se evapora en olvido, sino que encuentra su camino de regreso como luz, como celebración, como fruto.
Creo que agradecer no es un acto solemne ni una obligación moral: es aprender la coreografía de las Gracias. Hay días en que somos Áglae y brillamos porque podemos dar tiempo, atención, un plato de sopa caliente, una palabra precisa; otros días somos Eufrósine y aceptamos con alegría lo que llega; un abrazo a tiempo, una tregua inesperada, un trabajo que nos sostuvo cuando el suelo se movía. Y ojalá, cada tanto, podamos ser Talía, esa fuerza tranquila que toma lo recibido y lo hace florecer en otra parte, en otro cuerpo, en otra historia.
La gratitud ocurre cuando estas tres fuerzas coinciden: brillo del gesto que reconoce, alegría que acoge, florecimiento que devuelve.
Me pregunto cuántas veces confundimos gratitud con inventario; cuántas listas hacemos para convencernos de que tenemos suficiente, cuando lo que de veras necesitamos es volver a mirar los vínculos: las manos que nos cargaron sin pedir nada a cambio, la persona que creyó en nosotros y nos dio una oportunidad, el amigo que nos apoyó cuando más lo necesitábamos, el desconocido que nos cedió el paso y, por un segundo, nos recordó que el mundo todavía puede ser amable. Agradecer es reconocer la trama que nos sostiene y, al reconocerla, sostenerla de vuelta.
También he aprendido que la gratitud no niega la tristeza; llega cuando ya hemos hecho las paces con ella. Es como la claridad que aparece al final del duelo, cuando el corazón deja de resistirse y empieza a aceptar. Por eso es tan sanadora: porque no borra el dolor, lo respeta y lo integra.
Vuelvo a la danza. Para que exista gratitud hacen falta los tres pasos. Si solo damos y nunca recibimos, el gesto se endurece y se vuelve superioridad encubierta. Si solo recibimos y no dejamos que eso se convierta en fruto, la alegría se estanca y se transforma en deuda. Si devolvemos sin haber mirado ni sentido, el florecimiento es puro trámite. La gracia –esa palabra hermana– aparece cuando los tres movimientos se tocan: cuando damos sin cuenta, recibimos sin culpa y devolvemos sin ruido. Entonces la vida encuentra su ritmo y el agradecimiento, en lugar de ser un acto aislado de noviembre, se vuelve una forma de estar en el mundo.
Por eso me gusta celebrar el Día de Acción de Gracias: porque me recuerda que nadie llega solo; hay manos que tejieron los puentes por donde hoy caminamos, y afectos que nos sostuvieron cuando todavía no sabíamos cómo hacerlo. Agradecer es una forma de honrar esa cadena humana.
Y me llama la atención el que muchas tradiciones invitan a repetir la palabra gracias tres veces: el tres simboliza un ciclo completo. Y, de algún modo, sin saberlo, repetimos la danza de las Tres Gracias: agradecer lo que dimos, lo que recibimos y lo que podemos devolver.
Si tuviera que explicarla en pocas palabras, lo diría así: la gratitud es la memoria alegre de lo que nos hizo posibles y la decisión de poner lo bueno a circular de nuevo. Por eso, cuando llega, se siente tan luminosa: porque algo en nosotros se acomoda, el pesar encuentra su lugar y deja espacio para que la vida vuelva a moverse. Al final, agradecer es eso: aceptar que la vida siga su camino.
Gracias, gracias, gracias.
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