Bienestar

El instante antes del salto

Por: Daphne Ibarguengoytia 07–11–2025 • 3 minutos de lectura

"Adaptarse es lento, honesto, silencioso. Requiere permiso: para sentir, para extrañar, para avanzar de a poco. Requiere paciencia, disposición y voluntad".

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/ Getty Images

Hay un momento en la vida en el que nos detenemos justo antes de hacer algo que deseamos. Lo pensamos, lo planeamos, lo organizamos, nos preparamos… y cuando todo está casi listo, cuando ya estamos caminando hacia la puerta, aparece una pequeña resistencia, un arrepentimiento, una incomodidad del tamaño de un suspiro, pero con la fuerza suficiente para hacernos dudar, eso se llama autosabotaje; esa trampa silenciosa que aparece justo cuando estás por dar el paso que te estira, que te expande, que te convierte en quien aún no eres –pero ya estás lista para ser.

No es incapacidad, es como si todo lo que hubieras razonado mientras tomabas la decisión se te borrara de un solo golpe, observas esos pensamientos sensatos que tuviste al tomarla y te parecen ridículos, no entiendes como pudiste elaborarlos. Porque así se sienten las decisiones que cambian el rumbo. Cambiar de casa y empacar miedos entre las cajas. Mudarte de país y mezclar nostalgia con ilusión. Renunciar a un trabajo que ya no sostiene y preguntarte si fue un salto o un vacío. Divorciarte y aprender a ser tú otra vez. Incluso casarte, con la emoción de empezar una vida, y descubrir que también ahí aparece el miedo: a no estar a la altura, a perder lo que eras, a construir algo nuevo sin romperte en el camino. Es esa fina capa de ansiedad que cubre los grandes comienzos. El cuerpo preguntando si realmente puede sostener la vida que la mente ya eligió. La parte más frágil de nosotros diciendo: “¿y si no puedo?”. Ese es el instante antes del salto. El lugar exacto donde nace el arrepentimiento. No como enemigo, sino como un reflejo primitivo de protección: la nostalgia por lo conocido disfrazada de duda.

octubre 24, 2025 10:59 a. m. • 3 minutos de lectura

el instante antes del salto tomar decisiones
Unsplash

Todas estas emociones surgen en un movimiento muy común que todos los seres humanos tenemos que vivir en repetidas ocasiones, incluso en el nacimiento: se llama transición. Ese tramo donde ya estamos dentro del nuevo camino, pero todavía no llegamos al destino. Donde estamos cruzando un umbral frio, incómodo; ahí no hay aplausos, ni claridad inmediata, ni garantía emocional. Hay días torpes, emociones mezcladas, ganas de avanzar y ganas de regresar. No porque lo anterior fuera mejor, sino porque lo nuevo todavía no se siente casa.

Y en ese espacio, el corazón se estira. Literalmente. Aprende a latir a otro ritmo, a encontrar nuevas raíces, a reconocer que lo que sentimos no es error, sino expansión. Crecer casi siempre comienza como una incomodidad. Es añoranza disfrazada de tristeza. Un cuerpo extrañando el confort que tenía, aunque ya no estuviera tan cómodo.

La exigencia suele aparecer ahí: “¿por qué no me siento bien todavía? ¿Por qué no estoy feliz si esto era lo que quería?”. Como si la felicidad fuera un interruptor y no un proceso. Como si adaptarse fuera rápido, automático, lineal. No lo es. Adaptarse es lento, honesto, silencioso. Requiere permiso: para sentir, para extrañar, para avanzar de a poco. Requiere paciencia, disposición y voluntad.

Y un día –sin fecha marcada, sin anuncio, sin ceremonia– la transición afloja. La respiración vuelve a un ritmo conocido. Levantas la cara y te sorprendes: ya no estás sobreviviendo, estás habitando. Empiezas a reconocerte en esa nueva vida que construiste con manos temblorosas y pasos torpes. Te ves y te encuentras. Y entonces llega esa frase que solo tú escuchas y que es tan satisfactoria: “Qué bueno que no me rendí, que bueno que lo logré”.

octubre 10, 2025 07:13 a. m. • 3 minutos de lectura

mujer victoriosa
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Porque no era incapacidad. Era expansión. No era que tu mundo se cerrara: era que el anterior te quedaba chico. Estabas creciendo. Y crecer, casi siempre, es un acto silencioso y testarudo, una fe mínima y diaria en que un día entenderás por qué tanto temblor.

Un paso a la vez. Una rutina a la vez. Una pequeña victoria diaria. Hasta que un día de pronto todo encaja sin ruido y comprendes que las raíces no son cadenas, sino puntos de regreso para no perdernos mientras nos atrevemos a abrir las alas.

Eso es la transición: el territorio frágil donde todavía duele lo que dejas, pero ya empieza a brillar lo que vas a ser. El instante preciso en el que la vida, con la suavidad de quien sabe esperar, te enseña que el vértigo no era señal de peligro… sino la invitación a tu siguiente versión.

Y entonces entiendes –no con la cabeza, sino con el cuerpo entero– que las crisis no son interrupciones: son el movimiento mismo. Son la puerta que solo se abre desde adentro. Y cruzarla, aunque arda, es recordar lo que siempre has sido: alguien capaz de reinventarse.

Para mi hija Elena, con todo mi amor y para todas las personas que están en el proceso de dar el salto.

julio 04, 2025 07:08 a. m. • 3 minutos de lectura

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