Elegir es inevitable. Lo hacemos todos los días. Desde cosas pequeñas –como qué ropa ponernos o que camino tomar– hasta decisiones que parecen marcar el rumbo de nuestra vida, como la pareja perfecta, la carrera adecuada. La realidad es que ese ideal de la decisión perfecta es solo un mito, cualquier decisión que tomemos con conciencia e inteligencia puede ser la adecuada si somos consecuentes con ella.
Tendemos a creer que las decisiones son definitivas y para siempre. Que elegir es un acto quirúrgico que define el resto de nuestra historia. Como si debiésemos tenerlo todo claro, todo resuelto, y quisiéramos llegar a ser un perfecto producto final.
Hace poco, mi hija de 20 años que estudia su primer año de universidad en el extranjero sintió que se había equivocado de carrera. Pensó en regresar a México para empezar de nuevo con la carrera que creía correcta. Pero hacerlo implicaba dejar atrás una experiencia que le estaba aportando una forma de libertad que la hacía muy feliz.
Siempre he creído en la importancia de escuchar lo que deseamos profundamente, pero esta vez no se trataba de tomar la mejor decisión para llegar al resultado esperado, si no de elegir la experiencia que necesitaba vivir. Le dije: quédate. No porque sea lo correcto, sino porque lo que estás viviendo ahora no va a repetirse. Y porque cambiar de decisión no siempre es urgente. México puede esperar. Las metas, también. Pero ciertas experiencias no.

/ Getty Images
Esa conversación me hizo pensar en cuánta presión ponemos sobre nuestras decisiones. En cómo sufrimos por tratar de elegir lo correcto. Como si cualquier error fuera un fracaso. Como si existiera lo perfecto y esa perfección tuviera una sola opción.
Es como cuando eliges un platillo en un restaurante y al ver el plato del vecino piensas: yo debí haber pedido eso. Y te pasas la comida deseando algo distinto, en vez de disfrutar lo que tienes frente a ti.
La clave está ahí: no se trata de acertar siempre, sino de saborear lo que elegiste. En no castigarte por lo que quedó fuera. En confiar en que cualquier elección, si se vive con atención, tiene algo que enseñarte.
Porque si decides con conciencia –y sin miedo– siempre puedes ajustar el rumbo. Siempre puedes volver a empezar. Pero no puedes recuperar un momento que viviste con culpa, o deseando estar en otro lugar.

No somos el resultado de una gran decisión. Somos también, lo que dudamos, lo que pospusimos, lo que no elegimos. Somos las cosas que nos rompieron, eso construye nuestros cimientos y hay que valorar nuestras elecciones, pero también nuestras renuncias. Por eso, le decía a mi hija, que lo importante no es la decisión en sí, si no como la vives y como la asumes.
Al final, ella eligió quedarse. Decidió dejar de mirar la meta para vivir un momento importante que estaba enriqueciendo su vida. Entendió que el tiempo invertido no era un desperdicio, sino parte del camino. Y eso para mí fue un acto de madurez. Porque no es nada fácil soltar la necesidad de obtener el resultado que buscas.

La vida no está hecha de certezas, sino de presencia. No se trata de llegar rápido, ni llegar primero, sino saber estar en lo que toca, en lo que se abre, en lo que vibra aquí y ahora.
Nos hemos obsesionado con ser versiones finales de nosotros mismos. Pero no somos producto terminado. Somos borradores vivos. Somos reescrituras, ajustes, pausas, tachaduras y comienzos nuevos. Somos el relato que se corrige mientras se escribe.
Y si algo nos construye, no son solo nuestras certezas… sino la manera en que atravesamos la duda.
Creo que no hay una decisión correcta. Hay caminos y todos tienen curvas, certezas y dudas. Elegir implica renunciar, sí, pero esa renuncia no es una perdida: es el privilegio que tenemos de construir nuestro propio camino.
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