En días pasados estuve en el hospital porque mi esposo tuvo un tema crítico de salud. Fue una experiencia que me llevó a un territorio incómodo, contradictorio y muy revelador: el del cuidador. Hay personas que pasan acompañando o cuidando a sus seres queridos en situaciones más críticas y de incertidumbre durante meses o años, y yo que estuve tan solo 10 días puedo decir que es un lugar extraño donde la situación te exige que saques toda tu fuerza, aun cuando lo que uno siente es total fragilidad, miedo y unas ganas tremendas de que alguien te rescate.
Lo que más me sorprendió fue reconocer en mi a una persona con contradicciones constantes. Necesitaba compañía y apoyo, pero a veces no soportaba estar rodeada de gente. Quería palabras certeras, pero incluso las más amables podían irritarme. Había momentos en que no quería contestar el teléfono ni repetir la misma historia diez veces. No era ingratitud: en ese estado, la sensibilidad se agudiza y todo se percibe distinto. Lo que en otro momento sería alivio, de repente se convierte en peso.
La dificultad está en que el cuidador cree saber lo que necesita, pero la realidad es que no tiene idea, porque las emociones cambian por minuto. El miedo, el estrés y el cansancio enturbian esa claridad. A veces sentía que necesitaba compañía con urgencia, pero de pronto, el panorama cambiaba y ya no quería ver a nadie. Crees que por estar en esa situación tienes derecho a pedir, a que te sostengan, a que te cuiden y entiendan, pero lo cierto es que no se trata de ti. Se trata de cada persona que esta viviendo su propia película y cada escena se ve desde una perspectiva diferente. Son momentos que se van viviendo paso a paso y no hay instructivos emocionales ni sociales para caminarlos.

Cuidar de un ser querido en un estado de gravedad es estar en un estado de vigilia constante, con el corazón y la mente tensos. Esa tensión hace que todo lo externo se perciba con otra lupa: los gestos, las visitas, las palabras. Y es ahí donde descubro que no siempre puedo recibir lo que realmente necesito; y si yo no sé, ¿cómo se lo hago saber al otro?
Esas frases que tantas veces escuchamos —“estoy aquí para ti”, “cuenta conmigo”, “en qué puedo ayudar”— pierden sentido. Son fórmulas repetidas con buena intención, pero desde aquí suenan vacías. No se trata de anunciar la disponibilidad; se trata de demostrarla. El cuidador no necesita promesas ni declaraciones de solidaridad, necesita hechos: recibir un café, ayuda con los trámites, una llamada breve que no demande respuesta ni exigencias.
Pienso en las veces que yo misma he acompañado a alguien en medio de un proceso difícil. Nunca supe del todo cómo hacerlo. Seguramente utilicé esas mismas frases que hoy me incomoda escuchar. ¿Hablar o guardar silencio? ¿Estar cerca o dar espacio? Es como aprender un idioma nuevo: un lenguaje que no se domina, que requiere escuchar más que decir. Hoy, desde este lado, confirmo lo difícil que es acertar y lo valioso que resulta la prudencia.

Al final aprendí que cada uno vive su experiencia, por dura que sea, de diferente manera: el enfermo en su cuerpo, el hijo en su miedo, la madre en su desvelo, el amigo en su distancia. El dolor, el miedo, la angustia o la esperanza no se reparten en partes iguales. Y quizá de eso se trata: de recordar que el foco no es un objeto que alumbra a una sola persona, si no una luz que ilumina toda la habitación y alcanza a todos, aunque algunos se acerquen más para obtener protagonismo y otros se alejen para que nadie los vea.
Estar en el hospital me hizo descubrir que no existen los actos perfectos, solo se vuelven perfectos cuando la buena intención del que ofrece apoyo coincide con la necesidad de quien los recibe. Las personas toman o dan desde su propia fuerza, miedo, posibilidad o limitación. Cuando esto tan simple se entiende, dejamos de juzgar y de medir las acciones de los demás. Ahí nace la aceptación y comienza la verdadera empatía, y con ella, la paz.
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