Pablo Rodríguez Palenzuela , Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
En una soleada mañana de septiembre de 1859, el astrónomo Richard Carrington observaba en su telescopio manchas solares cuando sucedió algo extraordinario: estas se convirtieron en una inmensa bola de fuego que sobresalía de la circunferencia del astro. Consciente de que presenciaba algo notable, corrió a buscar un testigo, pero cuando regresó la mancha incandescente había desaparecido. Minutos después, un torbellino de plasma chocaba contra el campo magnético terrestre . Se trataba de la tormenta geomagnética más intensa registrada en la historia.
Los días siguientes fueron mágicos y caóticos a la vez. En España, las auroras boreales eran tan intensas que se podía leer un libro de letra pequeña en plena noche. Pero el espectáculo tuvo un precio: las líneas de telégrafo del mundo quedaron inutilizadas, con cables arrojando chispas y operadores que recibían descargas eléctricas.
¿Qué pasaría si el evento Carrington ocurriera hoy?

Una vulnerabilidad inmensa
El mundo actual es muchísimo más sensible a estas perturbaciones magnéticas que el de 1859. Si hace unos meses un apagón localizado en España durante sólo unas horas causó problemas en hospitales , aeropuertos y en el transporte, imaginemos el impacto de una tormenta solar global .
El escenario sería este: primero veríamos auroras espectaculares, luego se iría la luz. Las variaciones bruscas del campo magnético convertirían toda la red eléctrica en un gigantesco generador y provocaría la fusión de transformadores. El problema de fondo consiste en que hay pocos transformadores de reserva y fabricar nuevos requiere de electricidad.
Los hospitales funcionarían con generadores durante 72 horas máximo. Sin bombas eléctricas, no habría agua corriente. Las gasolineras no podrían funcionar. Los GPS y las comunicaciones satelitales fallarían, provocando accidentes aéreos . Según el mercado de seguros Lloyd’s of London , sólo en Estados Unidos los daños oscilarían entre 600 000 millones y 2,6 billones de dólares.
El precedente de Quebec: cuando la prevención funciona
No obstante, hay experiencias de prevención fructíferas que se pueden tomar como ejemplo. El 13 de marzo de 1989, una tormenta geomagnética dejó sin electricidad a la ciudad canadiense de Quebec durante nueve horas. El colapso de la red de Hydro-Québec, en apenas 90 segundos, dejó a seis millones de personas a oscuras.
La respuesta de la localidad fue ejemplar: se invirtieron dos mil millones de dólares durante seis años para fortalecer su infraestructura eléctrica. Ajustaron la sensibilidad de los relés de protección (dispositivos que detectan condiciones anormales), instalaron sistemas de alerta temprana y modificaron procedimientos operativos. Gracias a estas acciones si la tormenta de 1989 ocurriera hoy, Quebec no perdería su energía . Su red moderna puede resistir eventos geomagnéticos de probabilidad 1 en 100 años, mientras que el de 1989 fue solo de 1 en 50.
La paradoja valenciana
La dana que devastó Valencia el pasado octubre ilustra a la perfección el dilema de prepararse para lo “improbable”. Fue una tormenta extremadamente rara , que sólo ocurre una vez cada mil años, y causó 223 muertes y más de 50 000 millones de euros en daños. Después se descubrió que durante décadas no se había invertido lo suficiente en obras para prevenir inundaciones ni se había planificado bien la ciudad, a pesar de que ya se conocían los riesgos.
Como concluyó un estudio publicado hace poco , la priorización de proyectos de alto perfil sobre inversiones públicas esenciales tuvo consecuencias profundas. El gobierno valenciano sabía que las inundaciones eran posibles, pero las inversiones preventivas se posponían porque parecían “menos urgentes” que otros gastos.
El dilema de lo improbable
El problema fundamental es que es difícil —psicológica y políticamente— invertir en algo con pocas probabilidades de que suceda. Los científicos estiman una probabilidad del 12 % de que ocurra un evento tipo Carrington en los próximos 100 años . Lo que resulta una posibilidad lo bastante baja para que los políticos la ignoren pero lo bastante alta para que los científicos se preocupen.
Esta tensión entre riesgo estadístico y urgencia política explica por qué es tan difícil prepararse para desastres de baja frecuencia pero alto impacto. Es más fácil justificar gastos en infraestructura que se usa diariamente que en protecciones contra eventos que tal vez no lleguemos a ver.

La ecuación costo-beneficio
Los números, sin embargo, son elocuentes. Quebec invirtió 2 000 millones de dólares y protegió su economía de futuras disrupciones. Valencia pospuso inversiones preventivas y enfrentó daños 25 veces mayores. Estudios de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica ( NOAA ) demuestran que la inversión en pronósticos de clima espacial ayuda a evitar pérdidas de entre 111 millones y 27 000 millones de dólares.
Otros países han tomado nota. Finlandia, por ejemplo, desarrolló tecnología de monitoreo solar que la NOAA adoptará para su próximo satélite de clima espacial. Reino Unido está invirtiendo 4 000 millones de libras en modernizar su red eléctrica y sus sistemas de monitoreo satelital .
Una pregunta sin respuesta fácil
¿Hasta dónde debemos prepararnos para eventos poco probables pero devastadores? No hay una respuesta determinante. Depende de nuestra tolerancia al riesgo, de los recursos disponibles y de la magnitud de las consecuencias potenciales.
Lo que sí sabemos es que la preparación se justifica desde el punto de vista económico y es factible técnicamente. Los sistemas de alerta temprana pueden proporcionar aviso con horas de anticipación. Las redes eléctricas pueden diseñarse para resistir corrientes geomagnéticamente inducidas. Los satélites pueden construirse con mejor blindaje.
Prepararse para lo inevitable
El evento Carrington y la dana de Valencia comparten una lección : los desastres de baja probabilidad y alto impacto no respetan calendarios políticos ni presupuestos nacionales. Cuando ocurren, el costo de no haberse preparado supera en gran medida el de la anticipación.
El próximo pico de actividad solar será en julio de 2025 . Desconocemos si provocará otro evento Carrington, es poco probable, pero sabemos que algún día llegará uno. La pregunta no es si deberíamos invertir en protección, sino de si podemos permitirnos no hacerlo.
Cuando eso ocurra, quisiéramos estar como Quebec hoy: preparados tras haber aprendido de su desastre de 1989. Y no como Valencia antes de la dana: conscientes del riesgo pero sin haber actuado hasta que fue demasiado tarde.
Este artículo se ha escrito en colaboración con Sandra Caula, filósofa y escritora.
Pablo Rodríguez Palenzuela , Catedrático de Bioquímica, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation . Lea el original .
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