Viajes

Hemingway en París: rastros de una vida rota y brillante

Por: Lina Plancarte 22 julio 2025 • 7 minutos de lectura

Acompáñanos en un recorrido por las calles de París, donde el mismísimo Ernest Hemingway se convirtió en leyenda.

Compartir:

Hemingway en París
Wikimedia Commons

París, años 20. La ciudad era humo de cigarro, jazz, vino barato, manifiestos poéticos, amistades peligrosas y una generación entera tratando de entender qué hacer después de la Primera Guerra Mundial. A ese grupo de exiliados voluntarios lo llamaron la Generación Perdida. El término, por cierto, fue elegido por Gertrude Stein, después de escuchar a un mecánico francés regañar a un aprendiz con estas palabras: “Vous êtes une génération perdue” (ustedes son una generación perdida). Eran jóvenes rotos, sin fe, talentosos, furiosos. Y uno de sus cronistas más intensos, brillantes y testarudos fue Ernest Hemingway.

julio 08, 2025 02:15 p. m. • 3 minutos de lectura

Hemingway llegó a París en 1921, con 22 años, una máquina de escribir portátil y su esposa Hadley Richardson, con quien acababa de casarse. Él era periodista del Toronto Star; ella, pelirroja, tímida, musical. Él escribía en cafés, caminaba con hambre por las calles, aprendía a boxear en gimnasios de barrio, se emborrachaba con otros expatriados y se dejaba moldear por las voces de Ezra Pound, James Joyce y, sobre todo, Gertrude Stein, quien se convirtió en su mentora (al menos por un tiempo).

Este es su París. Un recorrido por los lugares donde vivió, escribió, amó, se rompió y dejó un pedazo del alma.

Hemingway en París
Wikimedia Commons

74 Rue du Cardinal Lemoine y la Place de la Contrescarpe

En el 74 fue el primer apartamento en el que Hemingway vivió con Hadley entre 1922 y 1923, en un departamentito tan modesto que el baño quedaba en el pasillo. No había fama, ni dinero, ni premios Nobel. Solo cafés, frío, hambre, y una necesidad desesperada por escribir.

El departamento, que sigue ahí con una discreta placa y una puerta azul, está a unos pasos de la Place de la Contrescarpe, una placita donde el joven Ernest pasaba horas escribiendo y observando a la gente.

Escribía con disciplina militar. En su mente, cada frase debía ser tan precisa como un golpe, su fórmula perfecta era empezar con la oración más verdadera que pudieras pensar. Y esa búsqueda comenzó aquí, en la Contrescarpe. Era pobre, sí. Pero como él mismo dijo:

Pero París era una ciudad muy antigua y nosotros éramos jóvenes y allí nada era sencillo, ni siquiera la pobreza, ni el dinero repentino, ni la luz de la luna, ni el bien y el mal, ni la respiración de alguien que yacía a tu lado bajo la luz de la luna.

Unos metros más adelante está la Rue Mouffetard, donde compraban queso, fruta, pan. Y por las mañanas, Hadley tocaba el piano mientras él escribía. Fue una época breve, intensa, que marcaría toda su obra posterior. Y aunque después la vida se volvió más ruidosa y complicada, Hemingway nunca dejó de recordar este rincón como el lugar donde realmente empezó a vivir.

Hemingway en París
Wikimedia Commons

Dingo Bar

Era enero de 1925. París estaba helado, pero el Dingo Bar, en el número 10 de la rue Delambre, tenía calor de copas, jazz y promesas literarias. Ahí fue donde Ernest Hemingway conoció por primera vez a F. Scott Fitzgerald, el autor de The Great Gatsby, que ya entonces era un nombre sonado y una presencia inolvidable.

Hemingway llegó con la misión de conocerlo por recomendación de su editor, Maxwell Perkins. Pero no esperaba lo que encontró: Fitzgerald estaba borracho, encantador, impredecible, y venía acompañado de una energía que lo envolvía todo. Hemingway quedó fascinado, pero también desconcertado.

Lo que siguió fue una de las amistades más complejas y célebres de la literatura. Hemingway lo admiraba como escritor, pero desconfiaba de sus inseguridades (y odiaba a Zelda, la esposa de Scott). Fitzgerald, por su parte, veía en Hemingway a un genio brutal que no podía dejar de mirar de reojo. Hemingway escribió en París en una Fiesta sobre Scott:

Su talento era tan natural como el patrón que dejaba el polvo en las alas de una mariposa. Hubo un tiempo en que no lo entendía más que la mariposa, y no sabía cuándo estaba rozado o dañado. Más tarde, tomó conciencia de sus alas dañadas y de su construcción, y aprendió a pensar. Ya no podía volar porque el amor por volar se había desvanecido y solo podía recordar cuándo había sido sin esfuerzo.

El Dingo Bar fue el punto cero. Hoy ya no es el Dingo, pero el edificio sigue ahí en forma de Auberge de Venise. Puedes pararte en la puerta y pensar en ellos: dos hombres jóvenes, una ciudad que ardía de ideas, y una conversación que, probablemente, empezó con un trago y terminó en alguna novela.

Hemingway en París
Wikimedia Commons

Jardines de Luxemburgo

No hay París sin este jardín. Y no hay Hemingway sin sus caminatas entre sus estatuas.

A pocas cuadras de donde vivía con Hadley, el Jardín de Luxemburgo era parte esencial de su rutina. Ahí escribía en la mente, caminaba entre los castaños, observaba a los niños jugar con barquitos de vela y dejaba que el día se organizara solo. Era su santuario verde.

Tanto lo amaba, que cuando las visitas a la casa de Gertrude Stein se alargaban y salía demasiado tarde para cruzarlo, simplemente se enfurecía:

Si la gente de Gertrude hubiera hablado menos, habría sido mejor. Me costaba mucho no discutir. Y odiaba perder el tiempo paseando por el jardín en lugar de recorrerlo cuando llegaba tarde a casa.

Para Hemingway, rodear el jardín era como romper un poema: París tenía que vivirse con ritmo. Caminar por las veredas del Luxemburgo era parte de su proceso, y que le quitaran eso era más grave que cualquier conversación con artistas modernos en Montparnasse.

Hemingway en París
Wikimedia Commons

27 de la rue de Fleurus

A Hemingway no lo descubrieron en París, pero sí lo afilaron. Y una de las personas que más influyó en ese filo fue Gertrude Stein: escritora, coleccionista, anfitriona feroz y figura central de la bohemia parisina. Su departamento, en el 27 de rue de Fleurus, era mucho más que una casa: era una institución.

Ahí convivían Picasso, Matisse, Cézanne, Apollinaire, Ezra Pound y otros que hoy tienen museos o teorías con su nombre. En las paredes: arte moderno. En el aire: discusión y fuego cruzado.

Stein leyó a Hemingway cuando él aún trabajaba de corresponsal y no publicaba ficción. Lo criticó, lo empujó, lo aconsejó con brutal honestidad. Él la respetaba, aunque también le molestaban sus opiniones categóricas. A veces salía de ahí confundido, otras furioso, pero siempre escribiendo mejor.

Gertrude Stein no lo hizo escritor, pero sí fue una brújula, errática, brillante y provocadora en esos primeros años en París.

Hemingway en París
Wikimedia Commons

Shakespeare and Company (la original)

Antes de que existiera la famosa librería frente a Notre-Dame, hubo otra. La original Shakespeare and Company abrió en 1919 en el número 12 de la Rue de l’Odéon, fundada por Sylvia Beach: editora y confidente de escritores. Era pequeña, caótica, y profundamente necesaria.

Hemingway la encontró pronto. No solo era un lugar para conseguir libros en inglés, cosa rarísima en aquel París, también era refugio, sala de estudio… Ahí conoció a otros escritores, leyó obsesivamente y, sobre todo, encontró apoyo.

Sylvia Beach fue la primera en creer en Ulysses de Joyce cuando nadie más se atrevía. Publicó la novela, la vendió desde su librería y hasta la protegió de los censores. Hemingway la adoraba. Decía que era valiente, generosa, impecable. Cuando tuvo un poco de dinero, fue a pagarle sus deudas de años anteriores.

“Nadie que haya conocido fue más amable conmigo” escribió sobre ella.

Shakespeare and Company no era solo una librería: era el corazón palpitante de la literatura anglosajona en París. Allí se gestaron amistades, se imprimieron libros, se lloraron fracasos. Y aunque cerró durante la ocupación nazi en 1941, su leyenda quedó impresa en cada página de la Generación Perdida. Cuando Hemingway regresó a París tras la liberación, una de las primeras cosas que hizo fue buscar a Sylvia. No por nostalgia, sino por gratitud.

Shakespeare & Company
Wikimedia Commons

La Closerie des Lilas

A medio camino entre Montparnasse y los Jardines de Luxemburgo, La Closerie des Lilas no era solo un café elegante con manteles blancos y piano en vivo: era el lugar donde Hemingway escribía cuando necesitaba concentración absoluta… y un buen dry martini.

Aquí escribió la famosa primera línea de Fiesta:

Robert Cohn fue una vez campeón de boxeo de peso mediano de Princeton”

Y aquí, según cuenta en A Moveable Feast, venía a escribir solo. Sin Gertrude, sin Hadley, sin nadie. Solo él, su cuaderno, y la necesidad de hacer que las palabras funcionaran. Pero no era el único en frecuentarlo, también se sentaban ahí Ezra Pound, F. Scott Fitzgerald, James Joyce y, con algo de escándalo, Lenin antes de que Lenin fuera Lenin.

Para Hemingway, Closerie tenía algo sagrado. Si los bares eran para beber y los cafés para hablar, este era su templo de trabajo. Sentado en una de las esquinas, pedía un café, encendía un cigarro, se quitaba la boina, y escribía. Palabra por palabra. Sin distracciones.

Hoy puedes ir, sentarte donde él se sentaba, la mesa tiene una pequeña placa con su nombre y pedir un cóctel en su honor.

Hemingway en París
Wikimedia Commons

Bar Hemingway

Ahí empezó la leyenda. El 25 de agosto de 1944, mientras las tropas aliadas avanzaban sobre París y los alemanes se replegaban, Hemingway no se dirigió primero a la Torre Eiffel, ni al Arco del Triunfo. Fue directo al Ritz.

Con su pequeño escuadrón improvisado, llegó al hotel y “lo liberó”. Según Charles Ritz —hijo del fundador— en una entrevista para la Oficina Nacional de Radiodifusión y Televisión de Francia (ORTF) en 1969.

Estaba detrás de la barra y Hemingway dijo: ‘¡Champán para todos!’

Pero hay otra versión, quizás más Hemingway, en la que pidió 51 martinis, uno por cada hombre de su unidad. Nadie ha podido confirmar del todo, pero tampoco hace falta. En la mitología hemingwayana, ambas cosas pueden ser ciertas a la vez.

Lo que sí sabemos es que el Bar Hemingway sigue ahí, con paredes tapizadas de fotos, máquinas de escribir y un menú de cócteles donde el dry martini es religión. Y aunque ha sido remodelado, aún guarda el aura de ese día: cuando un escritor entró armado no solo de rifles, sino de anécdotas.

Hemingway en París
Trip Advisor

Boulevard Saint-Michel

Corría la primavera de 1957. Un joven Gabriel García Márquez caminaba por el Boulevard Saint-Michel cuando lo vio: Ernest Hemingway, del otro lado de la calle, rumbo a los Jardines de Luxemburgo caminando con su esposa Mary. Llevaba unos pantalones de vaquero muy gastados, camisa a cuadros, gorra de beisbolista y unos anteojos redondos que le daban un aire de abuelo. Tenía 59 años y se veía tan vivo que era imposible imaginar que solo le quedaban cuatro años de vida.

Gabo dudó: ¿le pedía una entrevista? ¿Cruzaba a decirle lo mucho que lo admiraba? Pero su inglés era rudimentario y no confiaba en el español del estadounidense. Así que optó por lo único que podía hacer en ese momento, con el corazón acelerado y sin filtro:

Cubrí ambas manos sobre la boca y, como Tarzán en la jungla, grité de una acera a otra: ‘¡Maaaeeestro!’ Ernest Hemingway entendió que no podía haber otro maestro en medio de la multitud de estudiantes, se volvió, alzó la mano y me gritó en castellano con una voz muy infantil: ‘¡Adiooos, amigo!’
— Gabriel García Márquez, The New York Times, 1981
Hemingway en París
Wikimedia Commons

Fue la única vez que se vieron. Un cruce breve, glorioso, entre dos gigantes de la literatura.

julio 05, 2025 06:06 a. m. • 1 minutos de lectura

Suscríbete aquí a nuestro Newsletter para que estés al día con nuestros contenidos.

X