Bienestar

Hay que dejar de ser felices

Por: Marcela Guerrero Velasco 01 octubre 2022 • 7 minutos de lectura

Presentamos la primera columna de Marcela Guerrero y su lucha por dejar de ser felices y aprender a ser libres con todo y nuestras emociones.

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hay que dejar de ser felices
jameslee1/Getty Images

–¡Ya!, no estés triste… ¡Anímate!

¿Cuántas veces he escuchado esta frase? Y me pasa que, cada vez que la escucho, hago medio bizcos y se me enchueca la boca sin querer… o queriendo puede ser, no lo sé, mi cara tiene vida propia.

–¡Ah!, fiuuf, ya, gracias por decirme que no esté triste… De pronto ya no me siento así– Ajá, esa es exactamente la respuesta que nunca le ha seguido. Exactamente así es cómo este tema no funciona.

Buenas tardes, días, madrugadas o en la intemporalidad que me estén leyendo, mis queridos lectores, y bienvenidos a mi primer columna, me presento (sólo poquito, porque luego el ego me traiciona y me sigo). Mis papás me pusieron Marcela pero sigo en búsqueda de mi nombre cósmico (broma, no broma). Irreverente, necia y atarantada como decía mi papá… Malhablada por tradición familiar, libre pensadora y de mente profunda (unos le llaman complicada). Me gusta saberme infinita pero hoy, atrás de mi computadora y el “tiki tiki” de las teclas, soy un montón de palabras que quieren decir algo. Me interrumpo sola cuando hablo y aún más cuando escribo, reconozco mi abuso en el uso de signos de puntuación y no tengo la respuesta de nada pero dudas, las tengo todas.

Habiéndome presentado, volvamos entonces a lo que decíamos, pues, volvamos al imperativo que presume que con una simple frase de mediocre apapacho, las penas, las tristezas, los sinsabores y encabronamientos de la vida se pudieran esfumar, simplemente ¡puff! como si por arte de magia pudieran desaparecer… Como si pudiéramos pretender que las emociones fueran una moneda escondida debajo de un vaso o un conejo en un sombrero que, ahora lo ves… ¡Ahora no lo ves!

De pronto me resulta muy extraño pensar que, viendo el lado contrario, nunca me he topado con un desafortunado incauto que le diga a otro: “Deja de sentirte tan jodidamente feliz”. Nadie nunca me ha dicho tóxica (esa palabra ya tan mal-baratada) por verme alegre, aún cuando por dentro sienta que muero lento, que vale madre la vida, que me está cargando el payaso… Lo que vemos como normal es la falsa alegría, pero es clara la tendencia que tenemos a sentirnos menos incómodos con la disfrazada felicidad del de al lado. (Siempre y cuando no seas de de esta extraña raza humana que ama las mañanas y osa pretender una conversación alegre antes de la primera taza de café. No hagan eso, personas, ¡por favor! respeten la amargura matutina del prójimo… Eso lo iba a poner Moisés en las rocas donde escribió el mandamiento pero ya no le cupo. Me han contado.)

mujer con emociones
Unsplash

¿Por qué le llamo “alegría disfrazada”? Quisiera aclarar que no dudo de la existencia de la felicidad, por supuesto que existe, me consta, y es que he estado ahí en incontables momentos de mi vida, ayer la pasé un par de veces, hoy en la mañana (después de mi café, por supuesto), otro ratito. Sin embargo, es tan pasajera como la pena, el coraje, en enojo, la frustración y todas las emociones que conocemos y ahí es quizá en donde nos equivocamos. Desde niños nos han dicho “no llores”, “no te enojes”. ¿Cómo cambiaría nuestra visión de nosotros mismos si el mundo nos dijera todo el tiempo que tenemos permiso de sentir?

Nos ha tocado vivir en una época en donde parece que evadir es demasiado sencillo, hay muchas formas de evadirse, muchos medios y contenidos, muchos canales y formas que poco a poco nos van adormeciendo al punto que hemos dejado de sentir. A veces, hasta a amar le huimos pero de eso y la evasión, podemos hablar otro día con más calmita.

Las emociones humanas existen en nuestro sistema y tienen un nombre que a algún ancestro nuestro se le ocurrió, pero tu tristeza y mi tristeza se sienten diferentes, la emoción que sea no se siente igual en tu cuerpo dependiendo de la situación que la detone (y de las heridas que tengas que las hagan detonar)… Para acabar pronto aunque no tenga prisa, las emociones como las conocemos, con el título que les pongamos, tienen más cepas que el COVID y jamás se van a sentir igual. Hay que tener bien clarito que el lenguaje está hecho para podernos comunicar y para poder etiquetar las cosas, nació de la necesidad de procurar darnos a entender, ¿cuántos hombres en la edad de piedra hubiéramos salvado si hubieran sabido decir “corran, güeyes, ¡ahí viene un mamut!”? Y sí, el lenguaje es claro para hablar de objetos, de cuerpos opacos; de mamuts, de jirafas, sillas, mesas y tipos de flores, pero al mismo tiempo suele ser una barrera, porque tendemos a ponerle título a cosas (que no son “cosas”) que se parecen pero jamás serán iguales.

Le ponemos título a las relaciones humanas (como el amigo, el novio, el amante, el esposo, el casi algo) y limitamos así a que la relación tome su propia forma por esta necesidad de hacer que el “título” encaje en una etiqueta, en una “cajita”. De hecho se me acaba de ocurrir que, a partir de este momento, a cada relación que yo tenga, le voy a poner un nombre diferente, uno inventado, obviamente. No sé si funcione mi experimento pero seguro que me divierto… Ahí les cuento luego cómo me fue.

Entonces, quédense conmigo… En esta misma necesidad de hacer que los conceptos que entendemos con el lenguaje hagan sentido, hemos aprendido que, las emociones tildadas con connotación negativa, a las cuales, románticamente conocemos como nuestra propia “oscuridad”, son algo a lo que hay que temer… De niños creíamos que los monstruos salían del clóset cuando todo estaba oscuro. Parece que, de adultos, seguimos creyendo lo mismo, y es que a nuestra oscuridad le huimos como si no fuera parte de nosotros, como si fuera algo “malo”, un “defecto”… La tachamos de villana y en un ejercicio social, tendemos a evadirla, a hacer como si no existiera, aún cuando es tan cierto que dos más dos son cuatro, tanto como que no hay luz si no hay oscuridad.

Volvamos a los niños y los monstruos… Qué delicia tener la valentía y el coraje de decir “goooooeeeey…. A mi no me engañan, aquí vive un monstruo, no lo puedo ver, pero atrás de esa puerta hay algo que se siente raro y ni madre me duermo aquí sólo, que alguien venga a dormirse conmigo o de menos a sacarlo de ahí”… Un niño no tiene miedo de sentir miedo, y el adulto vive con miedo de sentir. ¿Cuándo nos descompusimos?

Que me digan quién fue el idiota que dijo que vinimos a este mundo a ser felices… ¡Agárrenme porque me le voy!, disculpe Señor o Señora, yo no vine a este a mundo a ser feliz y paren ya de decírmelo, ¿porque… sabe qué?, que el día que se murió mi perro, el día que el amor de mi vida se fue, el día que el negocio al que le invertí todo valió madre. Ese día la tristeza me invadió y tuve que poner mi cara de estúpida allá afuera como si nada estuviera pasando… y ¿cuál creen que era la frase que más escuché en esos momentos?, ¡exacto!, —ya, ya… No estés triste–. Y entonces me sucedía que, en los momentos de “oscuridad”, sentía que me le alejaba de mi propósito de vivir, de éste de “ser feliz”, porque en esta sociedad uno no tiene permiso de sentir que por un rato, no todo está bien.

Es comprender que las emociones son transitorias, son un hotel de paso.

Empecé a alejarme entonces de la meta de “ser feliz” y acercarme a la meta de reconocer mis heridas para poder sanarlas, esto no se trata de no enojarme o de no sentirme triste, entendí que se trata de reconocer cuáles son las cosas que detonan eso en mí y para lograrlo, la única manera es atravesando la emoción o el sentimiento que me genere… Sea cual sea.

Es comprender que las emociones son transitorias, son un hotel de paso. Llegan, se instalan por un tiempo, se atraviesan, se transmutan y se van. Aprendí que mi desesperada intención de vivir feliz las 24 horas del día, me generaban estrés, demasiada autocrítica porque, ¿¡cómo podía ser posible que yo, tan trabajada siempre yo, siguiera encabronándome cada vez que un pendejo me aventara el coche en periférico?! Ahora lo que pasa ante situaciones así que no faltan jamás, es que veo ese enojo, miento madres (y me encanta), lo dejo vivir en mí el tiempo que lo necesite, le digo a mi enojo —ya te vi, ¿qué se te ofrece?—, a veces me contesta, a veces mi enojo está demasiado enojado y no me habla, pero lo que sí me pasa invariablemente, es que ese enojo o emoción que sea, termina por irse.

rango de emociones
Pexels

Entonces, queridas personas, lo que hice es que dejé de sentirme feliz y empecé a sentirme jodida y absolutamente libre. A veces no sé qué siento y he dejado de intentar ponerle palabras, escucho a mi cuerpo, veo dónde duele, dónde incomoda, de dónde viene, qué necesita… Y entonces me vuelvo una mujer felizmente feliz o felizmente enojada o felizmente triste o felizmente mdasdaouh (por aquello de no querer ponerle nombre a las emociones).

Como lo dije antes, no tengo respuestas, sólo sé que desde hace tiempo, persigo la libertad de sentir aunque el mundo intente mantenerme adormecida. No quisiera ver un mundo lleno de tristeza, no me mal entiendan, quisiera ver un mundo real en donde todo el dolor atrapado en el corazón de la gente encontrara el camino para salir y sanar… Porque el dolor no es opcional, el sufrimiento sí lo es… y el dolor atrapado y evadido se vuelve en una peligrosa “falsa felicidad”.

Porque el dolor no es opcional, el sufrimiento sí lo es… y el dolor atrapado y evadido se vuelve en una peligrosa “falsa felicidad”.

Trabajémonos, chingao… Sientan, lloren, enamórense, rómpanse la madre mil veces, abracen su oscuridad, háganse amigos de sus monstruos y convivan con ellos porque si todos los tenemos, ¿para qué tanto esconderlos?…Dejemos de perseguir ser felices y empecemos a buscar ser libres.

Buenas tardes, días o noches, queridos lectores intemporales. Espero volver pronto con el “tiki tiki” de mi teclado.

Lee más de Marcela y su columna INMarceSIBLE aquí.

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