Cultura

Un loco más: el deschavetamiento poético entre siglos

Por: Abel Rubén Romero Morales 30 enero 2023 • 16 minutos de lectura

¿La locura es inherente a los poetas? La locura y el arte, en específico la poesía han tenido una larga tradición que aún llega a nuestros días.

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el triunfo del surrealismo locura
Max Ernst, El triunfo del surrealismo, 1987. / Max Ernst

Ser poeta es ser mucho un demente, un poseso: alguien que flota en lo vacío.
–Max Rojas

He crecido toda mi vida con historias que hilvanan cuentos sensacionalistas de personajes atípicos y lugares lejanos que jamás había conocido. Sus espectros me fascinaban, causaban extrañeza o asco. Extravagancia, locura y excentricidad me parecían sorprendentes. Apenas y con sonrojo recuerdo cuando, en la adolescencia me dio por jugarle al raro.

Achacaba mi postura a esos personajes de leyenda y mis padres, criados en la urgencia, reviraban: “sí, hijo, pero ellos son artistas”, como marcando una diferencia esencial que me separaba de los fenómenos. Después lo sabría: entre el adolescente que fui, aquellos personajes y toda la gente que conocía, había más similitudes que diferencias. La locura ha sido generosamente repartida por el mundo.

Y entre las ensoñaciones de esa adolescencia, imaginaba el París de los años veinte. Ni más ni menos que los del surrealismo y el amor por la novedad de los ismos, los años después de la Primera Guerra Mundial que aguardaban la catástrofe de la segunda. Tal vez muchos nos hemos imaginado en un escenario como en la película de Midnight in Paris, viviendo los clichés de la bohemia junto a seres delirantes y creativos. Lo cierto es que no tuvieron ni más ni menos cabeza que cualquiera, pero crecieron en entornos propicios para su hacer.

Pero en mi adolescencia, que emergía en los dos mil, el escándalo y la iconoclasia me parecían heroicos, justo porque podía contrastarme con esos personajes casi mitológicos de la música y la poesía: un panteón de seres sensibles y vidas “de-lo-cu-ra” (perdonen este recurso irónico arteramente robado a José Agustín).

midnight in paris

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La locura entre siglos

Imaginemos que cruza el año de 1927 en París. Unos cuantos atrás, se había publicado el Primer manifiesto surrealista y la ciudad bullía entre el amor por lo novedoso y el revuelo de las grandes dudas. Era la década del delirio de Breton, de los nocturnos ojos de Brassaï, de la tos que asesinó a Modigliani. Un espíritu de inconformidad cruzaba Europa donde, desde principios del siglo, los creadores iniciaron, con ánimo experimental e irreverente, el cuestionamiento del arte y de la cultura occidental.

En México, en cambio, la cosa no era menos convulsa. Apenas en 1910 había asomado la nariz la primera revuelta con tintes sociales del siglo XX, y en 1921 había iniciado el proceso de “pacificación”. Fueron los años de Obregón, cuando José Vasconcelos llegó a la Secretaría de Educación Pública y apareció el muralismo, con todos los nombres que nos recetaron en la educación básica y que no viene al caso transcribir porque no fueron poetas y esto que escribo claramente guarda un conflicto de interés con la poesía.

Mas continúo con el escenario: en el 27 llega a París un joven químico mexicano que conoció a tres surrealistas: Bretón (autor intelectual del disparate), Robert Desnos y Paul Eluard. Además, este veracruzano había sido enviado no tanto con el fin de pasear, estudiar o trabajar, sino obligado por su familia para culminar la relación furtiva y deliciosa (supongo porque en lo furtivo nunca media la obligación) que sostenía con Guadalupe Marín, intelectual mexicana, entonces esposa del afamado muralista mexicano Diego Rivera. Salvador Novo ha de decir, con sorna envidiable, sobre este deleite clandestino, en “La diegada”:

Un crítico grácil, esbelto y albino,
de lánguido talle, los ojos asoma;
el diestro, siniestro, y el vuelo ladino
como una paloma.

Dejemos a Diego que Rusia registre,
dejemos a Diego que el dedo se chupe,
vengamos a Jorge, que lápiz en ristre,
en tanto, ministre sus jugos a Lupe.

Diego Rivera en su estudio/ Foto: Especial
Diego Rivera Foto Especial

En todos lados se cuecen habas. En medio de la “intelectualidad” el chisme también es materia prima. ¿Por qué no habría de serlo? Uno no evita sentir el humor por el escándalo que nos representa, esa risa modesta que Bergson definía como la sutil condena de un acto inmoral. Lo inmoral y la locura, después de todo, han sido amigos desde siempre.

Y aquellos eran también los años cuando la intelectualidad latinoamericana recorría la efervescente historia cultural europea; fueron los años de César Vallejo y “los castaños frondosos de París”, a donde llegó después de abandonar Perú, tras el encierro por su probable participación en una revuelta estallada en su natal Santiago de Chuco; los años, también, cuando José Vasconcelos y Antonieta Rivas Mercado, nuestra intensa e inmensa Antonieta, emprendían la revista La antorcha. El primero, había decidido exiliarse tras la derrota y persecución sufridas después de las elecciones; Antonieta se dispuso a acompañarlo en la lucha y a pesar de su estado emocional. Los tres eran escritores perseguidos por sus posturas políticas, por sus ideas, por la tristeza o por el hambre.

¿La locura es cosa de poetas?

Siempre se ha ubicado a los poetas, pensadores y artistas como una suerte de locos iluminados: rebeldes, depresivos, violentos, arrebatados, ebrios, concupiscentes, disolutos, delirantes. Entonces, muchos de nosotros perseguíamos el camino pensando que era el sustrato necesario para la iluminación poética. Después descubrimos que no era una ruta perseguible, sino que era parte de nuestras vidas, de las vidas de todos. Uno no va tras la locura, ella siempre nos encuentra.

Desde luego, se trata más de una condena colectiva que se ha depositado sobre los poetas. En estos tiempos, perpetuar la imagen del genio loco, del iluminado extravagante y excéntrico, a veces anacoreta, sólo oculta el hecho de que son humanos, un síntoma de su tiempo, obstinados, sufrientes, mezquinos acaso, y con un saber específico que no dista tanto de otra profesión u oficio.

A lo anterior habría que añadir el poder del privilegio: no es lo mismo ser mirado como un enfermo que como un transgresor o un libertario y esa perspectiva se transforma dependiendo del pedazo de margen o de centro que le toque a uno. No se mira igual bajo el sol de la posteridad que desde las mazmorras del anonimato. Dicen por ahí, casi como notita motivacional de agenda: “La diferencia entre el loco y el genio es el éxito”… Yo agregaría también: el dinero y el poder.

Y es que la colectividad ha decidido depositar un aire misterioso sobre los poetas y, acaso, muchos de ellos famosos, hayan reiterado esa aura de locura, de ser atípico que permanece hasta nuestros días. La locura no ha sido otra cosa que un deslinde de funcionalidad. Por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia distingue cinco acepciones de esa palabra: 1. Privación del uso de la razón, 2. Despropósito o gran desacierto, 3. Acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa y 4. Exaltación del ánimo o de los ánimos, producida por algún afecto u otro incentivo. Dicho de otro modo: sirves, no sirves o lo haces en diversos grados.

Entre función y servidumbre, cualquiera que tenga una condición improductiva, será repelido por loco u otra categoría que lo marque y aísle. He vivido toda mi vida con una desconcentración que ha sido necesario atender y la razón no fue más que una necesidad productiva: por semanas puedo hallarme en periodos largos de dispersión que me impide desempeñar trabajo intelectual y por más que lo intente, mi cabeza se vuelve un mosquerío que vuela al primer chasquido. Así conocí al señor metilfenidato.

Por otro lado, la dispersión me ha llevado a conocer y aprender distintos saberes: cantar, tocar la guitarra, ejercer la profesión de abogado, gestionar eventos culturales, escribir no sólo poesía, sino ensayos, cuentos, dar talleres de escritura creativa y un largo etcétera. El problema es que en todo ello no participa más que en un mínimo grado la voluntad; todo se orienta más por la impulsividad, lo cual también lleva a vivir estados emocionales eufóricos o a conocer los excesos que, además, agudizan la dispersión. Pero esto no me convierte en un ser especial sino que es sólo una condición como tantas otras; insisto, la única diferencia es la funcionalidad.

Respecto de esas definiciones de la RAE, podemos pensar que la razón, por ejemplo, ¿no puede estar al servicio de actos atroces? En la raíz, no significa más que racionar, repartir, y eso se emplea en las labores cotidianas, en la planeación de una estrategia, en el labrado de una silla. El despropósito, algo que carece de fin, está envuelto en un sinnúmero de actividades cotidianas y ¿cómo deberíamos medir el acierto o desacierto de una conducta? ¿Por su nocividad o beneficio para uno o para el otro? ¿El acierto triunfa por mayoría de votos? Sigo: la acción anómala, ¿desde qué regularidad lo es? Sobre la exaltación del ánimo, ¿no estamos constantemente en relación, no siempre mesurada, con nuestras emociones? ¿No buscamos exaltar el ánimo a través de los estimulantes más ligeros y hasta las ebriedades más nocivas?

En todas esas acepciones podemos ver que hay un escape de la norma, de lo que contextualmente se espera de un individuo. En un esquema dado, el loco es quien desencaja y para el arte de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX, tal era el cometido. Eso es lo que el poeta loco ha representado: un desafío, una forma de estar fuera, al margen. Más que un estado mental, reivindica una postura estética y vital beligerante.

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Locura surrealista

Estar loco, ser un loco, pues, se ha caracterizado por situarse más allá de los valores sociales, políticos, culturales o religiosos; el demente es condenado a la exclusión, al naufragio. Vive a la deriva porque no puede reconocer la autoridad al “normal” y “legítimo” obrar de los humanos. Existe en la locura una carencia de sentido, es decir, el actuar no guarda correspondencia con su entorno, rompe su diálogo con él.

André Bretón, presente en aquellos años veinte en las tierras parisinas, dijo en el Primer manifiesto surrealista: “su imaginación [de los locos] les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer despreciable”; más adelante, sentencia con arrojo: “No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación”. En las fronteras de lo posible, cuando la cuerda está a punto de reventarse, hay que tensar más.

En ese sentido, el manifiesto da cuenta de algo: para la primera mitad del siglo XX, el loco ya no era un inadaptado o un condenado, sino que resultaba una fuente de inspiración para los artistas, una forma de ruptura con las convenciones religiosas, políticas y económicas de la época. En cierto sentido, le limpian las manitas a la locura y la exaltan como valor creativo.

Henri Fantin-Latour, By the Table, 1872
Henri Fantin-Latour, By the Table, 1872. Muestra a: Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Léon Valade, Ernest d’Hervilly y Camille Pelletan (sentados); Pierre Elzéar, Emile Blémont, and Jean Aicard (de pie). / Wikimedia Commons

Los malditos poetas

Mas esas alucinaciones, esas visiones, esa percepción alterada y perseguida, no resultaba del todo novedosa en el arte. Ya el movimiento poético francés de finales del siglo XIX había prendido la mecha. El delirio era una fuente de inspiración, la forma de acceder a visiones que después podrían confluir en la creación rigurosa de los simbolistas.

Arthur Rimbaud, el niño enloquecido de la poesía, el enfant terrible, además de su vida agitada y la tormentosa relación con Paul Verlaine (quien le llevaba veinte años y era casado), hablaría del delirio:

El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas del amor, de sufrimiento, de locura; él busca por sí mismo; agota en él todos los venenos para conservar sólo las quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que él llega a ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito.

Habría que mencionar, además, un dato ya por muchos conocido: Arthur huye de la relación tras un altercado en el que Verlaine le dispara. Al final, Rimbaud abandona la poesía y se convertirá en traficante de armas en Etiopía.

En este punto, la locura no sólo era parte de los temas poéticos, sino que implicaba una postura vital.

Por su parte, Charles Baudelaire, ícono de este periodo y considerado el padre de la modernidad literaria, decía: “¡Es la hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud, a vuestra guisa”. En este tiempo el consumo de opio, ajenjo, cocaína y hachís era normal entre las élites culturales de Europa: atascados los unos y los otros.

No obstante, esta vigencia de la locura, del delirio, de la ebriedad, este desbordamiento no hubiese acontecido sin la participación de Nietzsche y Freud. Para el primero, la vitalidad del arte griego no provenía de la solemnidad formal, de la templanza, sino de un impulso distinto que, piensa, era contrario al agotamiento que denotaba el arte griego y que él llamaba “socratismo” y un racionalismo que representaba el ocaso de una civilización, la pérdida de fuerza, de lozanía. Así, retoma la idea de lo dionisiaco: el arte nace por un impulso avasallante, impetuoso, desmesurado y, sobre todo, amoral, es decir, fundado más allá del bien y del mal. “Estas excitaciones dionisiacas, en cuya intensificación se desvanece el elemento subjetivo hasta rayar en un absoluto olvido de uno mismo, se despiertan bien a través del influjo de bebidas narcóticas”, dijo don Fede.

Precisamente es en esta ponderación de la desmesura, de la ebriedad, del delirio dionisiaco del que partirá la imagen del artista que huye de la lucidez, de la contención y que va a dar luz para que, liberada de los prejuicios de su tiempo, la locura tenga un lugar central en la creación artística. Incluso, abre las puertas para mirar el proceso creativo como un arrobo, como si quien decide hacer una obra de arte fuese poseído por esa fuerza vigorosa que es la manifestación de Dioniso.

velazquez el triunfo de baco o los borrachos
Diego Velázquez, El triunfo de Baco o Los borrachos, 1628-1629. / Museo del Prado-Wikimedia Commons

Para Freud, las fuerzas inconscientes regulaban también el quehacer artístico, encontrando en el sueño, no sólo el delirio, sino el poder creativo para revelar una verdad que estaba más allá de la lógica, fuera de lo consciente y que se remonta a las vivencias de la infancia. No somos del todo dueños de nuestros actos, sino que son ya no las voces de una musa o deidad, sino efluvios de nuestras profundidades. Vamos poseídos y desposeídos, a la vez, por nosotros mismos.

De nuestro lado, influido por el simbolismo francés, el frente mexicano también ponderaba la ebriedad y la locura. En él, hubo un grupo de escritores que tuvieron el delirio como guía de su hacer cotidiano: los decadentistas. Sobre el movimiento, dice el crítico y poeta Evodio Escalante: “Producto exacerbado del movimiento simbolista, el decadentismo promueve una búsqueda de experiencias extremas con las que quiere escapar del tedio y del aburrimiento de la vida mecánica de la gran ciudad, a la vez que persigue mórbidas vías de escape hacia las regiones del sueño y de la noche habitadas por endriagos y absolutas quimeras… Otra forma del exceso podría estar relacionada con el uso de drogas”.

Entre ellos, un bardo joven, Bernardo Couto Castillo (1880-1901), se había entregado al Hada Verde francesa, que simbolizaba tanto el ajenjo, bebida de alto contenido alcohólico, como a la femme fatale. La noche, la locura y la muerte nutrían sus obras de tal modo que los cuentos de Asfódelos (1897) planteaban el asesinato como un acto estético. Couto ha de ser reconocido como nuestro enfant terrible, debido, además de a sus posturas estéticas, a su muerte precoz a los 21 años, a merced de una neumonía agravada por los excesos de las drogas y el alcohol.

Por otro lado, Escalante sugiere que Xavier Villaurrutia (1903-1950) participa de la postura decadentista en Nostalgia de la muerte (1938), en la que encuentra, además, algunas probables referencias a la cocaína. La muerte de este último ha estado rodeada de especulaciones que van del suicidio a la sobredosis. Lo cierto es que el acta de defunción asienta, como enfermedad de Villaurrutia, “Angina de pecho”.

Ambos autores han pasado al panteón de los bardos transgresores; el primero por su vida agitada y muerte prematura, el segundo, por haber desafiado las convenciones de la época asumiendo su homosexualidad, lo que a Oscar Wilde, en la Inglaterra de finales del siglo anterior, lo llevó a la prisión.

Oscar Wilde

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De vuelta al comienzo

Aquél químico que caminaba por Paris en 1927 era Jorge Cuesta, también crítico y poeta, amante primero y después esposo de Guadalupe Marín, creador de uno de los poemas canónicos mexicanos: Canto a un dios mineral. En 1940 fue ingresado al hospital psiquiátrico de Tlalpan y en 1942 se suicida, después de haberse cortado los genitales. La paranoia y la depresión, probablemente o, en términos más genéricos, el “desequilibrio mental” llevó a uno de los pensadores mexicanos más agudos a despedir la vida.

En Ulises criollo (1935), José Vasconcelos narra, con mejores palabras que había adquirido un revólver por si las cosas se ponían mal. Guardaba el arma en un cajón de su escritorio de abogado, profesión que ejercía a regañadientes.

“Ya está en mi poder la pistola que saqué de entre los libros del baúl de Vasconcelos. Es la que lo acompañó en toda la gira electoral. «No la usaré, me dijo alguna vez, sino para reprender alguna agresión personal, para evitar algún vejamen.» Es bueno que no haya tenido necesidad de ella; ¡pobre!, le va a doler cuando sepa que me estaba reservado a mí el usarla”, asentó en su diario una intelectual. Quizás ese mismo revólver fue el que una tarde de 1931, en la catedral de Notre Dame, en París, arrancaría el último suspiro, amoroso y sangriento, de Antonieta Rivas Mercado.

La actitud estética del delirio será retomada por otros poetas de la segunda mitad del siglo XX. Octavio Paz, discípulo de Villaurrutia y de Bretón, incorporará en sus primeros libros las influencias del surrealismo, lo mismo que Efraín Huerta. Más tarde, el movimiento infrarrealista también ponderará la influencia de la vanguardia francesa, así como del simbolismo y, específicamente, de Rimbaud a quien Roberto Bolaño refería constantemente en sus entrevistas.

El aura de poeta maldito sigue vigente en nuestros días, aunque hoy nos damos cuenta que la locura es inherente al vértigo del tiempo que nos toca, no tan distinto quizás al que aquellos vivieron. Pese a estas historias, no pienso que la locura sea inherente a los poetas. Mientras escribo, intentando concentrarme, mientras tú lees esto, decenas de oficinistas, hijos, madres, personas solitarias o acompañadas, comienzan a actuar fuera de la norma, ebrios o melancólicos, misántropos o iracundos. Algunos de ellos no verán la luz de mañana o no permitirán que alguien más la vea. La poesía es inmensa, pero no le alcanza para expropiar, en beneficio de sus feligreses, la exclusividad de lo insano.

Obra consultada:

  • Baudelaire, Charles, El spleen de París, trad. de Margarita Michelena, FCE: México, 2018.
  • Cuesta, Jorge, Poesía y crítica, sel. y presentación de Luis Mario Schneider, CONACULTA: México, 1991.
  • López Álvarez, Luis, “César Vallejo en París” en Cuadernos hispanoamericanos. Homenaje a César Vallejo, vol. 2, núm. 456-457, (junio-julio 1988), pp. 1057-1063.
  • Escalante Evodio, “Xavier Villaurrutia decadente” https://www.laotrarevista.com/2015/08/evodio-escalante-xavier-villaurrutia-decadente/
  • Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, trad. y notas de Germán Cano, Gredos: Madrid, 2010.
  • Novo, Salvador, Sátira. El libro ca…, Diana, México, 1978.
  • Rivas Mercado, Antonieta, Cartas a Manuel Rodríguez Lozano (1927-1930), SEP: México, 1975.
  • Tornero, Angélica, Las maneras del delirio, UNAM: México, 2000.
  • Vasconcelos, José, Ulises Criollo, Porrúa: México, 2001.
  • Velázquez Alvarado, Coral, Edición crítica de la obra de Bernardo Couto Castillo, UNAM: México, 2012.

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