Cada año, en estas épocas ocurre un fenómeno que siempre me ha parecido mágico: la luz del sol cambia. Es así como me doy cuenta de que ya está llegando el invierno, porque en el sur de México, no llega con nevadas, como ocurre en otras latitudes, sino con esa inclinación del sol que alarga las sombras y vuelve las tardes más doradas, casi melancólicas. Es una luz oblicua que no solo ilumina; también revela. Cada año, cuando empiezo a verla, algo en mí se activa. Es el recordatorio de que se acerca la Navidad, esa celebración que hoy llenamos de brillo, pero que en su origen nació de una oscuridad profunda: la del solsticio de invierno.
Mucho antes de que existiera la Navidad, las culturas del hemisferio norte observaban algo que para ellas era crucial: diciembre era el mes en que el sol recorría su trayectoria más baja sobre el horizonte, por esa razón, los días se acortaban hasta volverse breves, las noches parecían interminables y la naturaleza entraba en un estado de pausa forzada.
Para los pueblos antiguos, cuya vida dependía del ciclo solar para sembrar, cosechar y sobrevivir, este momento no era abstracto; era visible y determinante. Durante semanas veían al sol hundirse un poco más en el horizonte, y esa pérdida de luz generaba una mezcla de inquietud y reflexión. Si el sol seguía descendiendo, ¿volvería? ¿Hasta dónde podría retirarse la luz?
Por eso, cuando llegaba el solsticio –el día más corto y la noche más larga– lo convertían en una marca del tiempo, en un umbral. El solsticio de invierno es el instante exacto en que el sol deja de caer y hace su primer movimiento de retorno. Ese pequeño giro, imperceptible para muchos, era celebrado como un renacimiento: el regreso de la luz.
No existía “Navidad” como concepto, pero existía la necesidad humana de reconocer y acompañar ese cambio. Las comunidades encendían hogueras, compartían los alimentos guardados del otoño, se reunían alrededor del fuego y agradecían haber llegado a ese punto del año. La gente no celebraba un hecho religioso; celebraba un fenómeno astronómico que hablaba directamente a su propia supervivencia: la luz, después de tocar fondo, volvía a levantarse.
Fue siglos más tarde cuando el cristianismo eligió el 25 de diciembre como fecha oficial, porque coincidía con estas celebraciones solares preexistentes. El simbolismo de la luz renacida ya estaba ahí, profundamente arraigado. La nueva festividad no hizo sino acomodarse sobre un significado anterior: el triunfo de la claridad en medio de la oscuridad.
Por eso creo que diciembre es un mes tan lleno de emociones. No es solo el final del año: es el momento en que la vida nos invita a reflexionar sobre lo que se fue apagando y lo que empieza a encenderse. A veces la luz que se va es un hábito, una casa o una persona; a veces es una versión de nosotros mismos que ya no cabe en el presente. Y la luz que regresa suele llegar envuelta en incertidumbre, pero también en posibilidad.
Este diciembre en particular ha sido para mí un tiempo de mucha introspección. En estos últimos años he vivido cambios que modificaron mi manera de estar y ver el mundo: pérdidas inexplicables que rompieron cualquier lógica y desordenaron el mapa interno con el que yo caminaba, vínculos que se reacomodaron. He tenido que soltar a quienes la vida decidió llevarse, y también dejar ir, con conciencia, a quienes ya no caminan en la misma dirección. Mi casa, mi familia, mi círculo cercano… todo ha ido tomando nuevas formas. Y ahora, justo en este momento, mientras escribo estas líneas, estoy en pleno cambio de casa, como si mi vida quisiera que cada cosa encontrara su nuevo lugar. Justo ahora, cuando la luz del sol se inclina y las sombras se alargan, empacar tiene algo de ritual: decidir qué se queda, qué se va, y qué cumplió su ciclo. Y al hacerlo, me doy cuenta de que mudarse se parece mucho al solsticio: un pequeño tránsito por la oscuridad para dejar espacio a lo que vuelve a nacer. Es un movimiento íntimo en el que una parte de la vida se cierra para que otra pueda comenzar.
La luz exterior marca un ritmo, pero la interior también. Ambas se retiran, ambas regresan, ambas piden una pausa. Creo que esa es la lección más antigua de diciembre: para que exista renacimiento, primero debe haber una noche larga. Una pausa profunda que hace visible lo que, en la claridad absoluta, pasa desapercibido. Es interesante que este mismo simbolismo –la oscuridad previa, la guía luminosa, el renacer– haya encontrado eco siglos después en la historia que dio origen a nuestra Navidad actual; el nacimiento de Jesús, que da esperanza y simboliza la posibilidad de una transformación interior, la certeza de que la luz puede surgir incluso en el lugar menos esperado. Por eso no tengo duda de que hay un poder superior que sostiene la vida desde el principio y que nos recuerda constantemente, en cualquier cultura, en cualquier religión, que sin oscuridad no puede haber luz y que la luz es la chispa que inicia todas las posibilidades.
Esto es lo que hoy quiero invitarte a sentir esta Navidad: no el brillo artificial ni la prisa de fin de año, sino ese impulso luminoso que nos llama a comenzar de nuevo. La certeza de que la luz siempre encuentra la forma de regresar. Y que el amor, la generosidad, el perdón, la alegría y la esperanza son luces que también vuelven a nacer cuando les hacemos espacio.
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