Hay lugares en el mundo que parecen creados para recordarnos que la belleza puede ser infinita. La Polinesia Francesa, con sus islas dispersas como joyas sobre el Pacífico Sur, es uno de esos escenarios que parecen escapados de un sueño. Allí, la vida se mueve al ritmo de las olas, los aromas a flores de tiaré perfuman el aire, y cada amanecer se siente como un descubrimiento.

/ Cortesía Turismo de Tahití
La puerta de entrada suele ser la isla de Tahití, corazón del archipiélago y punto de encuentro entre lo urbano y lo natural. Su capital, Papeete, late con mercados llenos de frutas tropicales, flores y perlas negras, mientras que sus montañas volcánicas se elevan majestuosas, envueltas en selva y cascadas. Tahití no es solo tránsito: es la esencia polinesia en su forma más vital, el lugar donde tradición y modernidad conviven.

A pocos kilómetros, tras un breve viaje en ferry o avión, espera Moorea, la isla que enamora con su silueta montañosa y su laguna cristalina. Es un paraíso cercano, con playas de arena blanca que se deslizan suavemente hacia aguas azul celeste. En Moorea, los días se disfrutan pedaleando en bicicleta por pequeños pueblos costeros, nadando con mantarrayas o contemplando la puesta de sol desde un bungalow sobre el agua, mientras las montañas se tiñen de dorado.

Más al norte, en el archipiélago de las Tuamotu, emerge Rangiroa, el segundo atolón más grande del mundo, un universo donde la laguna parece no tener fin. Aquí, el mar cobra protagonismo absoluto: es uno de los mejores lugares del planeta para el buceo, con arrecifes intactos, tiburones, delfines y jardines submarinos que quitan el aliento. En este rincón remoto se encuentra el Hotel Kia Ora Rangiroa, un refugio de lujo discreto, rodeado de palmeras y playas vírgenes, donde la sencillez del entorno se funde con el confort.
Y como el viaje comienza en el aire, la experiencia tiene un prólogo a bordo de Air Tahiti Nui, la aerolínea que conecta el mundo con estas islas mágicas. Sus aviones, inspirados en la cultura polinesia, hacen que el trayecto no sea solo transporte, sino una primera inmersión en la hospitalidad local. Desde el saludo con una sonrisa hasta los pequeños detalles que evocan la tradición, volar con ellos es parte esencial de la aventura.

La Polinesia Francesa es un destino que se vive. Es nadar en aguas que parecen pintadas, caminar entre montañas que guardan leyendas, y dejarse envolver por una cultura que honra la naturaleza y la vida sencilla.
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